por László Erdélyi
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La invitación a conocer a Marcos López (Santa Fe, 1958), el famoso artista argentino por sus fotos teatralizadas —muchas de las cuales han cobrado vida propia en redes sociales en el mundo, sin atribuirle autoría, como es el caso de “Asado en Mediolaza”, una recreación de la Última Cena bíblica pero comiendo un gran asado— me provocó. Tras cuarenta años de periodismo cultural y tolerar una larga lista de artistas, creadores y escritores con poco talento pero enorme ego, algo indicaba que a este hombre valía la pena conocerlo en persona, por más que ello muchas veces resulte una decepción. Algo corría por detrás de esas imágenes chocantes, de colores intensos, de protagonistas que se desprenden del fondo y su contexto, generando un fuera de lugar incómodo. De fotografías que merodean la pintura, desdibujando el límite entre técnicas, e instalando un desconcierto provocador.
—¿Valió la pena ir a Buenos Aires? —me preguntarían luego.
—Sí, traté a un artista auténtico, honesto en sus contradicciones.
En Uber a La Boca. La muestra antológica de Marcos López que se inauguró a comienzos de noviembre fue impulsada por la Fundación Larivière, una institución-museo con sede en La Boca dedicada a promover la fotografía latinoamericana. La obra de López integra su acervo, pero también hay obra de él en museos mainstream del mundo como el MoMA de Nueva York o la Tate Gallery de Londres, entre otros. Llegamos a la sede el día antes de la inauguración y todo es movimiento febril. Las fotos, sobre todo las de su etapa llamada “Pop Latino”, ya cuelgan en formato grande, muy grande. Acostumbrado a ver muchas de ellas en la pantalla de la computadora, en formato pequeño, perdiendo gestos y color, el tenerlas allí como gigantografías era un deleite de detalles antes perdidos, colores abrumadores y figuras que parecen salir y caerte encima, literalmente. La escala permitía recorrer con minucia los relatos contenidos en las obras, porque López es un contador de historias. Es que estar allí, sin público y rodeado de gente que pegaba cartelitos con leyendas, o pintaba una pared, corría o tomaba un apurado café, siempre con una atención obsesiva al detalle —y sin competir con el intruso, el periodista— ya justificaba el viaje. Pero habría más.
Me costó identificar a López. Era uno más, sin poses en plan divismo o duda existencial. Todo fluye y nada parece fuera de lugar. Teníamos pactada una entrevista y nos sentamos allí, en medio de las salas, en una mesa desordenada. Es pequeño, menudo, pero de mirada intensa. La charla se hace errática, por momentos desesperante, porque no puede evitar mirar la sala frenética en plan control, buscando algún error o faltante. Parece perder el hilo, pero no. “Cuando decido tomar una foto es porque algo me llama la atención, entonces entro y me apropio del lugar y lo convierto en una escena teatral, y me pongo a dar directivas a los actores que participarán”. Que suelen ser gente común del lugar. “Me convierto en una especie de director teatral y exagero la ceremonia de la pose”. La charla deriva hacia sus influencias, sus amores artísticos, por ejemplo Mapplethorpe en fotografía y David Hockney en pintura. Que en realidad no son ni fotografía ni pintura, ambos desdibujan las fronteras. Le digo que su obra me trae al Hockney de la paleta de colores intensa y también del collage, sobre todo aquella carretera en el desierto armada con cientos de fotos, titulada “Pearblossom Hwy. 11-18th April 1986 No. 1”. “Esa es una de las más grandes obras del siglo XX”, sentencia sin vacilación.
Y de golpe se levanta y me dice “tenés que leer mi libro”, y desaparece en dirección a la librería de la fundación, una dedicada a fotógrafos latinoamericanos. Vuelve con uno pequeño, lo abre, me lo dedica, y agrega, con esa misma mirada intensísima: “tenés deberes”.
La alarma. El libro se titula Querido diario: Marcos López, y reúne textos breves escritos en su mayoría en Instagram, una parte durante la pandemia. Confiesa que las escribió en primera persona con una realidad inventada, levemente conectada con la realidad real. El efecto narrativo es tal que se lee como bala.
Querido diario... trata de las circunstancias que llevan a la obra, sus miedos, incertidumbres, rodeos varios y paradojas. Como seres esencialmente paradójicos que somos, López traslada esas ambigüedades al relato, pero se detiene justo ahí donde aparece lo que él llama intuición. “Hay que estar atento a ella”. Y luego nada, porque allí toman el mando de la nave las decisiones inconscientes, surgidas desde lo más profundo. El por qué de la elección de determinado color, o lugar, o pose exagerada, o una deliberada rusticidad de las texturas. Eso implica ingresar en un terreno prohibido, paradójico, onírico y aterrador. Explicar eso es mentir. Lo sabe. Y se detiene, quizá movido por un respeto profundo hacia el espectador, ese que observará su obra, que la disfrutará o huirá despavorido, la validará entre amigos o la negará. Todo es posible. Lo sabe, y no se expone más. Ya bastante expuesto está lidiando con las circunstancias de la vida. Tratando de ordenar el caos, arte mediante.
“Me hice fotógrafo para apropiarme de este continente” escribe. “Documentar América Latina”. México, luego de Argentina, aparece con especial intensidad. “Confirmo y reafirmo que la fotografía es una excusa para otra cosa. Siempre lo importante es otra cosa”. Y cambia la pisada. “Cada vez creo que las frases hechas y los lugares comunes son ciertos”. Escribe de duelos, mandatos, deberes, efectos y causas. “Lo bueno del oficio de ser artista es que uno puede decir una cosa y hacer otra. Borrar con la mano lo que se escribe con el codo. Uno puede darse el lujo de no seguir ninguna lógica. Si quiero lo explico y si no quiero no explico nada”. Pero sí decir que arte es “transitar por la superficie. Forma, luz, color y fondo. No mucho más”. Hay obras que han cobrado vida propia más allá de su control, potenciado por la brutal interconexión del mundo actual, lo que ha llevado que “Asado en Mediolaza” o “Gauchito Gil”, por ejemplo, sean utilizados en marquesinas de restaurantes en países lejanos o en las promociones de productos sin que se le atribuya a López la autoría. Perdió el control sobre su obra, un proceso por demás lógico, y parece disfrutarlo, aunque no lo admite. “El desconcierto es el primer paso de la sabiduría” sentencia. “El arte sana y salva porque nos arroja a lo desconocido para aprender a vivir en la incertidumbre”. Insiste en desdibujar la idea de obra propia y ajena, de plagio, original y copia. “¿Por qué algunas fotografías de archivo histórico, antiguas, vintage, son más interesantes que toda pretensión artística con la fotografía actual?” El artista desnudo en busca del desapego, el caos, el desmarque. Negando, por qué no, hasta su propia obra, pero con una prosa exquisita.
El día de la inauguración hay un brunch previo para prensa. Unos 50 asistentes rodean al artista, a las autoridades de la Fundación, a Valeria González —cuyo ensayo crítico que acompaña el libro antológico Marcos López (Ediciones Larivière, 2010), es un notable texto escrito sin afectación, sencillo, relatando su viaje hacia la obra. Toma la palabra el artista. Tras una serie de observaciones sobre el proceso de montaje, se refiere a una pequeña fotografía a su derecha que había pasado desapercibida, “Mujer en el monte quemado”, de 2025. Se la asume como una pachamama desnuda entre ramas ennegrecidas por el fuego. Pero hay algo perturbador, reconocible, fuera de lugar. La dama retratada es la famosa modelo Carolina Peleritti, ya una mujer madura en sus rasgos precolombinos, esos que la consagraron en el modelaje por su exotismo. “Le hice el planteo del desnudo en el bosque, tomamos las fotos, y ya está”. Sin necesidad de teatralización o gestos que descolocan. La fuerza del vínculo con la tierra que establece esa imagen queda intensa en la memoria.
Descubro, ya en Uruguay, entre las páginas del libro Querido Diario... el pequeño sensor magnético que hacía saltar las alarmas cada vez que entraba o salía de la fundación. Y que cuando terminó el brunch, al retirarme, volvió a sonar. “¿Qué te estás robando?” preguntó pícaro Jean-Louis Larivière en su castellano afrancesado mientras nos cruzábamos. Alguien le advierte que el mecanismo anda mal. Me despido, subo al Uber, y me doy cuenta que, más allá de la confusión, Larivière tenía razón. El verdadero ladrón era yo, contrabandeando al propio Marcos López cual sireno en el Plata.