por László Erdélyi
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El 7 de enero de 2015 dos terroristas islámicos subieron al antiguo piso en el XI distrito de París donde funcionaba la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, y asesinaron a disparos de Kalashnikov a 12 de los presentes, hiriendo a otros tantos. Uno de ellos, el crítico y periodista cultural Philippe Lançon, se encontraba con otros compañeros en la reunión editorial de la mañana. Todo sucede en menos de dos minutos. En la habitación yacen de pronto casi todos muertos o malheridos, y uno de los yihadistas se acerca para rematarlos. El rostro de Lançon estaba tan desfigurado —una bala le había arrancado la mandíbula, entre otras heridas de bala— que al verlo quizá entendió que no valía la pena gastar en él un proyectil. Lançon estaba en shock, consciente, pero haciéndose el muerto. Percibía fugaces sensaciones, el olor de la sangre, a sus compañeros destrozados e inertes (uno muere encima de él), una masa encefálica estallada y otras circunstancias de la atrocidad. Ese caos de percepciones le impide reconstruir los hechos de acuerdo a un relato lineal, coherente, como en un film guionado para consumo hogareño, a no ser que esa reconstrucción respete las incongruencias, los vacíos, los equívocos y los lapsus de la memoria. Es lo que Lançon hace en el libro El colgajo sobre lo que sucedió en su cabeza ese 7 de enero, y lo que ocurrió en los siguientes meses de recuperación en hospitales, buscando darle sentido al sinsentido, tratando de armar los trozos reales y simbólicos de un rompecabezas estallado.
Paradojas. Lançon toma una distancia óptima para relatar su duelo, su reconstrucción física a lo Frankenstein con decenas de cirugías (un hueso de su peroné pasa a ser el hueso de la mandíbula perdida, luego llamado “el colgajo”), las largas estadías hospitalarias en La Pitié-Salpetriere y luego en Les Invalides, muy cerca de la ominosa tumba de Napoleón. También el cansancio del hermano, los padres, novia, amigos o colegas, cuya existencia también se ve trastocada de raíz. El relato nunca cansa, a pesar de la tiranía del paciente que demanda atención a su entorno como un vampiro. El paciente, sin embargo, es generoso y frontal con el lector, pues con brutal honestidad describe sus estados mentales, o explora un agujero negro, el de las razones últimas de la violencia que lo destrozó. Allí es donde afloran, entre otras cosas, las paradojas de cierta cultura francesa, la que dejó a un legendario semanario satírico caer en picada y dejarlo casi desaparecer tras el impacto que tuvieron aquellas escandalosas caricaturas que satirizaban a Mahoma (2006, y más). Fue abandonado por cierta izquierda bienpensante, en particular la ultra izquierda, que también alimentó los equívocos en torno a la novela Sumisión, de Michel Houellebecq, una ficción que narra a una futura sociedad francesa islamizada. “Había sentido una vez más hasta qué punto el mundo de la extrema izquierda tenía el don del menosprecio, del furor, de la mala fe, de la ausencia de matices y de la invectiva degradante. En ese sentido, no tenía nada que envidarle a la extrema derecha” recuerda. Describe una acumulación de gestos hipócritas, tan cancelatorios como inmorales, de los que nadie luego quiso hacerse cargo.
Cuando ocurrió el atentado, “sobre las 10:30 del 7 de enero de 2015, no había mucha gente en Francia que fuera Charlie. Los tiempos habían cambiado, y no podíamos hacer nada”. Solo algunos fieles seguidores, además de los islamistas y chicos de la periferia que la llamaban racista. Era “el auge de esa rabia estrecha de miras que transformaba el combate social en espíritu de beatería. El odio era una borrachera; las amenazas de muerte, habituales; los correos groseros, multitud”. Dejó de abrir Charlie en el metro. “Atraíamos los malos sentimientos como un pararrayos, lo cual, admito, no nos hacía ni menos agresivos ni menos inteligentes: no éramos unos santos y no podíamos responsabilizar a los demás de que el talante de Charlie hubiera quedado obsoleto”. Soportaron la situación. Una noche, en un restaurante, comentaron que “si hay que empezar a respetar a quienes no nos respetan, más vale cerrar el boliche. Luego continuamos bebiendo vino tinto mientras comíamos carne y mandábamos a la mierda a las religiones y al gran temor de los bienpensantes, cuyo auge notábamos”.
Lançon trata de entender por qué, incluso, muchos colegas caricaturistas o periodistas dejaron de solidarizarse. “Unos, preocupados por el buen gusto; otros, porque no había que sacar de quicio al Billancourt musulmán. Era como estar a veces en un salón de té, y otras en una réplica de una celda estalinista. Esta falta de solidaridad no era solo una vergüenza en términos profesionales, morales. Al aislarlo, al señalarlo, contribuyó a hacer de Charlie un blanco de los islamistas”.
Miedo a la libertad. Lançon quiebra una lanza por Houellebecq, tema además recurrente en las reuniones editoriales de Charlie que el jihadista destrozó a balazos. Discutían sobre la novela Sumisión, aunque varios no la hubieran leído. “Odiaba discutir de libros que había leído con gente que no”. El buen periodista cultural y crítico que es Lançon aflora por todas partes, no solo en sus constantes y ricas digresiones (Proust, Kafka, Flaubert); es inevitable la identificación de este cronista con él y con el ejercicio de su rol en las redacciones, uno que siempre obligó a remar a contracorriente entre colegas de otras áreas que desprecian al periodismo cultural. Al quebrar una lanza por Houellebecq, Lançon lanza un grito que dice basta, no tiren “fruta”, lean y verifiquen antes de opinar o repetir relatos trillados, esos que todo lo aplanan y olvidan los contextos. Piensen. Houellebecq se metió con todos los discursos intocables de la izquierda bienpensante, la cultura woke y sus relatos integristas con los cuales había que estar a favor, sí o sí, o colgarse el cartel de fascista. Sumisión relativiza, por ejemplo, la furia antiislámica, afirmando que “el islamismo sin violencia no estaba en el fondo tan mal. (...) nos libraba al menos de la angustia de ser libres”.
El colgajo es un diario de duelo y reconstrucción de fina y disfrutable lectura. Lançon posee una lucidez poco común; le vio la cara a la muerte y tiene licencia crítica para no callar.
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EL COLGAJO, de Philippe Lançon. Anagrama, 2024. Barcelona, 442 págs. Traducción de Juan de Sola.