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La algoritmización del pensamiento

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Es mucho lo que se ha publicado en estos días sobre las asombrosas funcionalidades del ChatGPT, una plataforma de inteligencia artificial de libre acceso en línea, con la que se puede dialogar y que es capaz de producir textos bien escritos a pedido del usuario.

El miércoles pasado expresé en estas páginas mi preocupación por lo que comparto que es el principal daño potencial de esta nueva tecnología, lo que el neurocientífico brasileño Álvaro Machado Días define como “la algoritmización del pensamiento”. Dicho en otras palabras: el uso frecuente de este creador de textos, ¿adaptará nuestro cerebro a imagen y semejanza de él? ¿Llegará a reemplazar el salto al vacío de la imaginación creadora por una lógica fundada en frías interacciones previas?

Una excelente columna de Emanuel Bremermann, en El Observador del 28 de enero, echa más luz sobre este peligro. Allí el escritor y Magíster en Filosofía Francisco Álvez Francese explica que al ChatGPT “le cuesta producir metáforas propias elaboradas. Si uno le pide un poema surrealista, va a ser un poema que diga ‘estoy soñando y me pregunto qué es la realidad y la ficción’, pero no hay elaboración, no hay rasgos típicos del surrealismo (…) Se mueve como buena parte de la literatura y el arte en general, a través de clichés. Toma lo viejo y lo repite, lo rearma (…) Entiende los resultados, pero no entiende los procesos que llevan a esos resultados”.

Formulándolo de otro modo, ese robot sabelotodo nunca será capaz de crear una metáfora. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: la metáfora implica una ruptura intencionada del pensamiento lógico. “Un gallo canta en la luna”, escribe Federico García Lorca. “El mar antropófago golpea las puertas de las rocas despiadadas”, escribe Vicente Huidobro. “Es la lluvia sutil que llora el tiempo”, escribe Homero Manzi. Si se pudiera programar a un robot con estas metáforas, para que él produzca las suyas propias, se estarían dinamitando todas sus certezas: el pobre aparato terminaría escribiendo cualquier cosa sin sentido y habría que desconectarlo.

¡Bien! Queda un margen de singularidad para la producción intelectual humana. ¿Pero qué pasa si, de tanto usar estas plataformas como sustituto de nuestro pensamiento, terminamos contagiados de su lógica estéril?

La poesía es, ni más ni menos, un grito de libertad, una reivindicación del caos interior contra los convencionalismos y las formalidades que agrisan la vida. Y tal capacidad creadora no es privativa de la producción artística: también la ciencia avanza gracias a quienes se atreven a dar un salto imaginativo. (Dicen que el disparador de la teoría de la relatividad fue cuando Einstein se preguntó “cómo sería cabalgar sobre un rayo de luz”). Es a lo que nos referíamos la semana pasada: la conjunción de ideas dispares, como clave del salto creativo.

En las inolvidables clases que Lisa Block de Behar nos daba en el IPA, conocimos a Viktor Schklovski, uno de los (mal) llamados “formalistas rusos” que formularon a principios del siglo pasado una teoría de la creación.

Lo que propone Schklovski es que la poesía, al provocar extrañeza por su inquietante asociación de elementos dispares, cumple la finalidad de “romper los automatismos de la percepción, para renovarla”. Nuestra vida cotidiana, dice, está tan sobrecargada de comportamientos automáticos -esas cosas que hacemos sin pensar, como prender y apagar la luz, apretar el control remoto o cerrar la puerta con llave- que corremos el riesgo de dejar de sorprendernos, desafiarnos y maravillarnos… dejar de vivir, en suma. Ese es el rol que cumplen los científicos y artistas: pensar más allá de las convenciones, metaforizar la realidad para enriquecerla.

El robot podrá escribir un texto coherente sobre la multiplicación celular o la guerra en Ucrania, pero cuando le pidamos que imagine, que cree un universo diferente, apenas podrá hacer un recorto y pego de metáforas ya existentes.

Y esta puede llegar a ser la vida intelectual que nos espere a la vuelta de la esquina.

Lo dice con precisión Vicente Luis Mora, en una interesante crónica publicada a principios de mes en El País Cultural. Analiza los modelos predictivos que utiliza el cerebro para sacar conclusiones rápidas de todo lo que pasa (un poco lo de la automatización de la percepción, que decía Schklovski) y los confronta con la transgresión que originan las metáforas poéticas, siempre inesperadas y misteriosas: “La lectura continuada de poesía de alta calidad, compleja, profunda, reconfigura nuestro cerebro, porque la plasticidad cerebral modela nuestros procesos de predicción y nos hace más tolerantes hacia lo inesperado, hacia la novedad fructífera”.

Está bien: el ChatGPT será imparable. Pero armemos al sistema educativo y a la política cultural de una poderosa herramienta compensatoria: más contenidos humanistas, científicos y artísticos que ayuden a desconfigurar esa peligrosa algoritmización del pensamiento.

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