Elvio E. Gandolfo
EL REENCUENTRO CON Mario Levre-ro, para los lectores que lo han ido consumiendo a lo largo de los años, es como volver a ver a un viejo amigo, al que se le conocen las zonas, los tonos y hasta los mejores trucos. Y que siempre guarda sorpresas pequeñas o grandes (por ejemplo, El discurso vacío, uno de sus últimos títulos). Es plenamente capaz de emprender una historia o disquisición sobre las mujeres y el erotismo; de usar el tema de la parapsicología y además ejercerla a través de su eterno alter ego; de usar la policial, la historieta o el dibujo animado con la energía de un gastrónomo salvaje. Así genera a menudo un movimiento del relato hacia adelante que no se puede abandonar una vez empezado.
Hay algo todavía mejor que reencontrarlo: conocerlo. Tanto para esos felices lectores aun inmunes a su encanto, como para aquellos finalmente refractarios a su mundo y estilo, Los carros de fuego es un buen negocio. Breve como libro, reúne y dispara los mejores y a la vez más característicos rasgos de su escritura refinándolos, potenciándolos. Conviene apurarse, porque el mismo sello agotó con rapidez El discurso vacío sin que hasta hoy se le haya ocurrido reeditarlo.
Algo hay que agradecerle al autor: su falta de idolatría por la novela, hoy tan frecuente. Como en dos de sus mentores, Kafka y Felisberto, los mejores textos de Levrero pueden ir desde media carilla hasta un largo volumen. Aquí la sensación inicial es la de un relato extenso (que titula al libro), al que se le adosan tres textos hiperbreves y un cuento de extensión media, para "dar la medida" de un libro. En la lectura, sin embargo, cada uno de ellos muestra su propio perfil y colabora al conjunto.
El relato mediano inicial, "Breve idilio de Dolores María", narra las complejas carambolas entre mujeres del cauto y desconfiado protagonista. Las damas tienen rasgos nítidos: o mucho sexo y cero amor, o amor (tal vez sólo ilusión), escasa entrega erótica y una escena musical desopilante que da pie al certero final. Tanto "El bicho negro", como "Las longevas" (publicado por primera vez en El País Cultural Nº 676) y "Los viejitos" son tres relámpagos emparentados respectivamente con la magia inquietante de un supuesto ser viviente, con la nostalgia y con la dura realidad de la calle montevideana. En "Breve idilio..." aparece uno de los rasgos centrales en Levrero: la mutación. Las sucesivas mujeres experimentadas o recordadas se cruzan con personajes a la vez siniestros y queribles (un ladino dentista, por ejemplo), y terminan por dar la sensación de ser una sola, cara y cruz de una misma moneda.
El otro movimiento central en Levrero es el recorrido (basta pensar en La ciudad, El lugar, o varios cuentos de Espacios libres). En esos trayectos que van haciendo desfilar personajes y descubrimientos, "Los carros de fuego" se inscribe como uno de los ejemplos más perfectos. A partir de una situación inicial (una invasión de ratones) el protagonista decide salir a buscar un gato. Cada uno de los breves capítulos o pasos de esa búsqueda introduce un personaje, un ámbito, alguien nuevo o el regreso fugaz y confuso del pasado, una serie de sorpresas minuciosas y memorables.
El avance tiene el ritmo de una buena policial, y recorre la periferia de una ciudad que no cuesta reconocer como Montevideo. En esos tramos Levrero cruza con seguridad tajante la mirada costumbrista y el ojo personal. En los últimos capítulos un personaje hasta entonces semioculto (la Abuela) desencadena el desorden familiar y el vuelo de la libido. En esas páginas el inconsciente comunica con la máxima potencia su energía, en opinión de Levrero un rasgo de la mejor literatura. Y alcanza una nitidez casi lírica en el momento mismo en que finge cruzar el sexo y la religión.
LOS CARROS DE FUEGO, de Mario Levrero. Ediciones Trilce. Montevideo, 2003. 71 págs.