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Los signos del destino

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Abigarrado, tenso, particularmente elegante en lenguaje y estilo en estos tiempos de tanta literatura al por mayor, Pierre Michon, hijo de maestros rurales, nació en 1945 en Cards, Francia, y desde la publicación de su primer libro, Vidas minúsculas (1984), se ha convertido en uno de los escritores más venerados de su país. Con lentitud y cierta avaricia ha venido dando forma a una obra que, de igual manera, se viene traduciendo al castellano desde hace una década.

Difícil sería catalogarlo, pero podría decirse que sus narraciones transcurren en tiempos pretéritos, la Edad Media, el Renacimiento, la Revolución, el siglo XIX, su propio pasado familiar, sin por ello convertirlo en un escritor de relatos históricos. Son obras subjetivas donde, como él mismo le explicó al crítico José Manuel Fajardo en una entrevista concedida al suplemento Babelia de El País de Madrid en 2009, "cada vez que escribo sobre un tema tan alejado como la Antigüedad o la Revolución Francesa, me esfuerzo por incorporar de manera solapada cosas que yo he vivido. Para que los textos ganen en emoción, para emocionarme yo mismo".

Sus textos son breves, generalmente fracturados en anécdotas que no toman por sí mismas las dimensiones de una novela, pero que a ella apuntan como si fueran ladrillos de un edificio más ambicioso, de gran envergadura. Y acaso el tema central de su obra sea una profunda reflexión acerca de la escritura, o de cómo ésta sólo se puede desarrollar, casi sacramentalmente, cuando la vida de un hombre está rodeada de ciertas garantías emocionales, y el amor y el ejercicio del sexo son capaces de sostener todo acto de creación.

Reiteradamente comparado con Faulkner en su sinuoso lenguaje, apelando a frases extensas, de inflexiones siempre precisas aunque a veces insospechadas, Michon sostuvo que el autor de Mientras agonizo y El sonido y la furia "decía que sólo tenemos para escribir el espacio de un sello de correos, pero si se profundiza debajo de ese sello hay un planeta entero". Sin embargo, casi de inmediato se dedica a marcar distancias del estadounidense y se propone más cercano a Jorge Luis Borges: "Me interesan los signos del destino y ésa es una influencia borgiana, sobre todo de sus relatos sobre gauchos".

El mapa del mundo. En su elogioso prólogo al volumen que reúne Mitologías de invierno y El emperador de Occidente, el escritor español Ricardo Menéndez Salmón señala que el tiempo durante el cual transcurren las historias de Michon es el de "migraciones, hordas pujantes, lábiles fronteras", episodios que también son trasladados al interior profundo de sus protagonistas y, en particular, de su propio yo narrador, donde funcionan a modo de metáforas sin límites entre exterior e interior, para establecer luego que estos libros admiten ser contemplados como "un work in progress del mapa del mundo".

Y el mundo empieza siempre en un relato que se remonta a viejas generaciones, pero de afectividad próxima. En el citado Vidas minúsculas, libro dividido en ocho capítulos que son otras tantas vidas, el disparador puede ser un objeto insignificante -una medalla, un retrato, una pequeña virgen de porcelana- escondido en un cofre familiar, que termina revelando la historia de un huérfano que vivió al amparo del tatarabuelo del narrador, o de un lejano pariente que emigra a Estados Unidos, o de un padre de presencia ubicua, sobre el cual parecen cumplirse todos los preceptos de la normatividad lacaniana. Y lentamente, ese narrador que cae en ensoñaciones de intensidad mística y debate contra la imposibilidad de escribir y de dejarse amar, se acerca a su propio tiempo, a su propio ser, no por ello menos expuesto a migraciones y hordas de tormento, hasta terminar en un hospital donde el tío Foucault ("nombre de filósofo en boga") se deja morir de un cáncer a la garganta por la razón de ser analfabeto, o haciéndose dar una paliza por un desconocido tras haberse burlado de él por su manifiesta dificultad para armar un par de frases.

En este contexto, las palabras y las mujeres son tan necesarias como imposibles, tan reales como sólo asibles en el terreno de lo simbólico. Tan misteriosas que el escritor llega a preguntarse lo siguiente: "¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire son ese sutil viento entre las hojas".

Las cosas hermosas. Michon también rastrea en algunos personajes más o menos públicos, aunque todos ellos parecen tener una relación especular con el hombre que escribe. En Rimbaud el hijo se encuentra con un individuo a quien ha abandonado el padre, que se debate ante una madre controladora y avasallante, y que conoce de antemano su destino de poeta y la calidad de la obra que ha comenzado a construir, algo similar a lo vivido por el propio autor a lo largo de su infancia y adolescencia.

En Cuerpos del rey se acerca, entre otras, a las figuras de Beckett, Faulkner, Flaubert, Villon y Victor Hugo, escritores que le han servido de guía pero que supieron padecer hondos conflictos justamente con aquello que les daba identidad: la literatura. En Los once, Gran Premio de Novela de la Academia Francesa 2009 (Grand Prix du Roman), inventa a un pintor y a su familia, y detalla un cuadro de su autoría -invención- exhibido en el museo del Louvre y titulado como el mismo libro, en el que se pueden observar once integrantes del período del Terror durante la Revolución Francesa, entre ellos Saint-Just y Robespierre.

En Vida de Joseph Roulin ficciona los días del empleado de Correos que fuera amigo íntimo de Vincent Van Gogh, y que éste retrató en varias oportunidades, pero el libro sirve básicamente para bucear en el vínculo entre arte, locura, dolor, soledad y muerte. "No sabemos qué fue lo último que se dijeron", escribe Michon. "Lo poco que acerca de ello escribió Van Gogh, deja claro que el otro era alcohólico y republicano, es decir, que decía de sí mismo que era republicano y creía serlo, y era alcohólico, con una profesión de ateísmo que el ajenjo enardecía; que era destemplado en el hablar y muy buenazo, y de eso da fe su fraternal conducta para con el desventurado pintor". Y poco después vuelve a las interrogantes que una y otra vez atraviesan sus reflexiones: "¿Quién decidirá qué cosas son hermosas y por ello valen mucho entre los hombres o no valen nada? ¿Lo deciden acaso nuestros ojos, que son iguales, los de Vincent, los del cartero y los míos? ¿Lo deciden acaso nuestros corazones, a los que una nadería seduce, a los que una nadería repele?".

El músico amputado. La segunda de las novelas de Michon es El emperador de Occidente (1989), hace poco traducida al castellano. Como salto epocal ante su primer libro, el viaje es de más de un milenio y narra el encuentro entre dos hombres, el joven Flavio Aecio, quien años más tarde será el encargado de derrotar a Atila, un falso emperador impuesto en Roma por el rey bárbaro Alarico, y Prisco Atalo, un viejo músico que toca la lira pero a quien le faltan dos dedos, y que supo ser amanuense de los godos. En esa reunión se conjuga una miríada de expresiones simbólicas: el tema del poder y la sumisión, el tema del arte y de la interpretación, el tema de la memoria como invención absoluta del pasado, en un tiempo en que, como señala Menéndez Salmón, "el nuevo credo (el cristianismo) ya ha llegado" y comienza a desbaratarse el viejo y absolutista sueño de los césares.

"Lo escribí", asegura Michon en la entrevista antes mencionada, "porque Vidas minúsculas era autobiográfica y transcurría en la campiña del centro de Francia y tenía miedo de que me etiquetaran como un autor regionalista. Necesitaba escribir sobre un lugar que no tuviera nada que ver con esa región ni con mi vida. La historia la encontré en el libro de Gibbon sobre el Imperio Romano. Eran sólo diez líneas sobre el personaje de Prisco Atalo, pero no busqué más, no investigué nada. Ya tenía la excusa que necesitaba para alejarme del universo de Vidas minúsculas".

Una muchacha desnuda. Doce son las historias contadas en Mitologías de invierno. Las primeras se desarrollan en el reino de Irlanda, antes o en los comienzos de la Edad Media. De las eternas neblinas y los angustiosos acantilados, la narración se traslada al medioevo francés. Reyes, reinas, abades, doncellas, como en las viejas leyendas, como en los viejos cuentos mágicos, pueblan esas páginas, hasta finalmente arribar al siglo XIX siguiendo los pasos de Èdouard Martel, un hombre que busca muertos bajo tierra y funda la espeleología.

Aquí también el cristianismo se asoma en boca de algunos peregrinos que toman cada vez más relevancia en la vida cotidiana de distantes aldeas, de pequeños reinos diseminados en la nada de las praderas. Pero allí donde la fe se corporiza, aparecen de modo casi simultáneo el amor y la devoción, y ninguna de estas dos imperiosas categorías pueden subsistir sin un cierto grado de pecado, al menos de prohibición. Así ocurre en "Fervor de Brigid", en donde el incesto acecha a una adolescente que termina suicidándose para no cometer pecado y para poder observar fielmente el rostro de Dios. Pero también, aunque la clave es diferente -la curiosidad y la revelación religiosas truecan en el asombro de un ejemplar manuscrito donde se detallan, justamente, las enseñanzas de Dios-, algo similar ocurre en "Tristeza de Columbkill", donde la ingenuidad y la traición se suceden contiguas, inseparables.

Son narraciones muy breves, acaso en las que mejor se evidencia la influencia borgiana, pero donde también puede alumbrarse una magia más propia de un cuento de hadas que de un relato fantástico, como en "Ligereza de Suibhne", donde un rey no cumple una promesa, mata a un joven y, acosado por la culpa y la maldición del hermano de la víctima, se interna en el monte para convertirse en un ave. Y en todas ellas hay también un enfrentamiento constante entre la belleza y la fealdad -personificada en la imagen de Satán-, entre la maldad y el bien ("El bien es un cuerpo de muchacha completamente desnuda"), entre los sueños y la realidad ("La realidad es una madrastra").

Las políticas del deseo. Abades es el libro más hermoso de Michon. Son apenas tres historias, presentadas por una referencia bibliográfica de una antigüedad tan improbable como seguramente imposible. "Sé por crónicas de segunda mano, por la Statistique générale de la Vendée, impresa en Fontenay-le-Comte en 1844, y por un azar tardío de mi propia vida, el relato que me dispongo a narrar", comienza diciendo en la primera de las narraciones. Truco también de cuño borgiano, más allá de la veracidad del dato, la misma incertidumbre que genera convoca a la complicidad del lector, sin la que el goce literario no sería posible.

La transformación de la naturaleza en manos del hombre, el adulterio y los caprichos o curiosidades de la creación son los temas rectores del primer relato. Es un mundo donde lentamente los referentes religiosos -los abades- comienzan a suceder a las antiguas y acotadas autoridades monárquicas, dando forma a un mundo diferente, quizás más horizontal, en el que hombres y mujeres se aproximan a ciertas prácticas municipales -el origen de las hermandades, de los "gremios", de migraciones temporales y más amables, destinadas a reforzar algunas solidaridades-. Pero más allá de estos acercamientos, parece decir Michon, en las entrañas del ser humano siguen pujando, ingobernables, las políticas del deseo.

En el segundo relato, tras la caza de un jabalí con poderes casi sobrenaturales, se va tejiendo una brutal mentira acerca del adulterio que la mujer del abad habría cometido con el joven cazador que da muerte a la bestia, desatando un final tan trágico como injusto. Y en la tercera, el abad Theódelin roba un diente de un cráneo que supone pertenecer a San Juan Bautista, diente que termina brindando identidad y reforzando su fe a quienes se ponen en contacto con él.

No hay en estas páginas, ni en las pertenecientes al resto de los libros citados, otra cosa que un afán por acercarse a la poesía, por eludir lo explícito, por llevar el lenguaje hasta los límites más cercanos a la belleza. Es una tarea que la mano de Michon ejerce con una convicción infrecuente, y con una fortuna extraordinaria. Es poco lo que se conoce en estas latitudes de la actual literatura francesa, a no ser uno o dos nombres que cada tanto rompen las cifras del best seller pero que no aseguran mayor calidad. Esta es una excelente oportunidad de conocer a un escritor magnífico.

Michon en castellano

Rimbaud el hijo, Anagrama, 2001.

Vidas minúsculas, Anagrama, 2002.

Señores y sirvientes, Anagrama, 2004. Incluye Vida de Joseph Roulin y El rey del bosque.

Cuerpos del rey, Anagrama (2006).

Tres autores (junto con Cuerpos del rey), Anagrama, 2006.

Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, Alfabia, 2009.

Los Once, Anagrama, 2010.

Abades, Alfabia, 2010.

El origen del mundo, Anagrama, 2012

Anagrama es distribuido por Gussi. Alfabia, por Aletea.

El joven maestro

Corre 1961 y un joven de veinte años consigue su primer trabajo en una pequeña ciudad a orillas del río Beune, el grande: será maestro de escuela. Llega a comienzos de un otoño lluvioso y se hospeda en el hotel que regentea Hélène, una mujer vieja y recia que aún conserva un innegable atractivo. En un estanco cercano, adonde concurrirá a diario a comprar una caja de Marlboro, conoce a Ivonne, la madre de uno de sus alumnos: "Todo en ella era conocimiento del placer, ese mismo, desde luego, en que suele pensarse, pero también ese otro que dispensaba a todos, a sí misma y a nada cuando estaba sola y dejaba de verse...".

Pocas semanas más tarde el muchacho recibirá la visita de Mado, su amante, con quien recorre los alrededores y visita unas grutas prehistóricas. Por ese triángulo de influencias femeninas -la maternidad, el sexo, el amor-, marcado por un entorno tan atávico en el que es fácil confundir geografía y afectos, el protagonista entrará a la vida en un inefable rito iniciático. Ello es el nudo esencial de El origen del mundo, la última de las novelas de Michon traducidas al castellano, publicada originalmente en 1996 bajo el título de La Grande Beune. Y otra vez el lector se encontrará con lo más puro de este escritor: un lenguaje delicado y exacto, y un turbulento río de pasión que corre debajo de las palabras.

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