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La rebeldía impotente

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Mercedes Estramil

EL ESTADOUNIDENSE Herman Melville (1819-1891), contemporáneo de Edgard Allan Poe, Walt Whitman y Nathaniel Hawthorne (de quien también fue amigo y al que dedicó Moby Dick), tuvo una biografía singular. Nació en una familia de esplendor decreciente, vivió una juventud aventurera surcando los mares del Sur y hasta convivió con caníbales, fue escritor compulsivo y de éxito desparejo durante una larga década, vio morir relativamente jóvenes a tres de sus cuatro hijos, y languideció hasta su muerte escribiendo poesía en medio del olvido y de un insulso y mal pago trabajo oficinesco.

En la mitad ideal de ese trayecto, la década de 1850, escribió obras que le aseguraron una posteridad de lecturas, exégesis y honores. Entre las mejores están la vasta Moby Dick (1851) y los relatos largos o nouvelles (más en referencia a su espesor que a su dimensión) "Bartleby, el escribiente" (1853) y Benito Cereno (1855). Los tres adoptan la perspectiva de un "narrador testigo" cuyo propio protagonismo aparece encapsulado, pero domina el relato a su antojo: es Ismael en la historia de la ballena blanca y el cazador Ahab, es un narrador en primera persona e innominado en el relato sobre Bartleby, y es un narrador en tercera persona pero con la clara subjetividad de un personaje co-protagónico en la historia de Cereno.

Las dos últimas aparecen ahora en versión conjunta del traductor, poeta y narrador argentino Pablo Ingberg, que transmite la prosa tranquila y cómplice de Melville, su humor reticente y ácido de fondo.

UN HOMBRE DE LETRAS. Bartleby es uno de esos personajes -como Raskólnikov de Dostoievski o como Wakefield de Hawthorne- cuya debilidad se va imponiendo hasta adquirir fuerza de paradigma, y cuya capa última de significado, sin embargo, permanece oculta. Lo seguro es que el mundo ya no es (no puede ser) igual sabiendo que existen bartlebys, seres cuya sola presencia cuestiona el statu quo.

En el relato de Melville, un hombre joven es contratado como escribiente en el estudio de un abogado. En principio, se trata de un empleado ejemplar que siempre está ahí y hace su trabajo sin descanso. Cuando su empleador le solicita algo extra (revisar un material, hacer un mandado, etc.) Bartleby se rehúsa educada pero terminantemente con un simple "preferiría no hacerlo" que provoca el desconcierto del empleador y sus compañeros de oficina. A medida que otras peticiones son denegadas con la misma fórmula, el asunto toma un cariz absurdo: no hay una explicación de orden psicológico, ni socio-sindical, ni político. Por lo menos no en la superficie. Parado en una oficina en Wall Street pero con ventanas que dan a un pozo de aire, rodeado de gente vulgar y haciendo un trabajo rutinario, Bartleby -a cuya mente el lector no entra- decide dejarse estar, irse muriendo de a poco, en una rebeldía más o menos gandhiana. Es esa resistencia pasiva lo que desacomoda a los personajes y a nosotros. Bartleby, en cierto modo "hombre de letras", no nos es explicado ni descripto, y su tácito derecho a decir "no" sin fundamento visible es lo que en el fondo desacomoda.

Curiosamente, contra esa renuencia explicativa se sitúa el detallista relato del anónimo empleador-narrador, hombre que se describe a sí mismo como abogado sin ambición, confiable, prudente, metódico y piadoso. No es que esas definiciones más bien positivas o neutras no sean ciertas, pero esconden un revés menos prestigioso: miedo al escándalo, a confrontar al otro y perder la autoridad (para evitar lo cual no la ejerce), temor al peso de la conciencia, vanidad y repulsión disimulada hacia el diferente.

En el conjunto humano y masculino del relato (que incluye además de Bartleby a otros tres empleados apenas menos excéntricos) la "normalidad" no se encarna en ninguno. En ese sentido el escribiente no altera un orden ni arrastra en su locura a los demás (a diferencia de lo que señala Ingberg en el prólogo) porque ya todos están inmersos en una dinámica funcional delirante que los atrapa de jóvenes y los exprime hasta la muerte. Lo que Bartleby introduce es una revolución liberadora individual sin restauración posible; evidencia la impotencia de la rebelión verdadera. Muere de ojos abiertos pero nadie ve lo que él ve.

Hoy Bartleby se ha erigido en cabeza de una extraña familia artística gracias a la voluntad del novelista español Enrique Vila-Matas, que bautizó así a todos aquellos que "prefirieron no hacerlo": artistas del no va más, prófugos de la escritura. Pero el personaje es más que lo que implica esa oportuna utilización. La preferencia de Bartleby señala en realidad la pobreza de opciones electivas que aun con capacidad decisoria tiene el Hombre: adaptarse o morir.

UN HOMBRE DE ACCIÓN. Otro ejercicio de rebeldía impotente a varias puntas será Benito Cereno, una de las más brillantes historias de mar que se hayan escrito. Para los pocos años y la ninguna gloria que Melville cosechó en las aguas, hay que señalar que le sacó jugo, no sólo por esa incomprendida obra maestra que fue Moby Dick. En Benito Cereno no hay ballenas asesinas, pero los protagonistas compensan esa ausencia: uno con la delirante puesta en escena de un engaño, y el otro con una ceguera interpretativa digna de análisis.

El relato se inspira en los registros reales del capitán Amasa Delano escritos en 1817, luego de que su buque pesquero Perseverance abordó al navío negrero español El Juicio, liberándolo de una revuelta de esclavos. Melville rebautizó los buques y, nuevamente, su narrador eclipsa y socava el objeto de narración, elevando el asunto muy por encima de la anécdota. Que es muy simple. En 1799, el buque de Delano está anclado por reabastecimiento en una isla desértica al sur de la costa chilena, cuando avista un extraño navío sin bandera. La introducción ya contiene suficientes elementos inquietantes, pero Delano aporta su credulidad y bonhomía desde el comienzo y decide aproximarse con provisiones.

La representación de la sumisión armoniosa es convincente, y la habilidad de Melville consiste en descorrer con una lentitud exasperante esa cortina de horror que subyace, el "dato escondido" del relato. A medida que avanza la interpretación tranquilizadora de Delano -casi un cuento de hadas que nace no tanto de su ingenuidad como de su matriz racista-, crece la impotencia del lector. Benito Cereno fue escrita poco antes de la Guerra de Secesión o Guerra Civil Estadounidense (1861-1865) que enfrentó a los estados abolicionistas del norte con los estados esclavistas e independentistas del sur. El tema, por tanto, estaba en el aire, y no hay poca ironía en el hecho de que Delano pertenezca a la "Unión" norteña. Su aceptación del "negro" es humanitaria, sí, pero condescendiente y discriminatoria, parte de la base de que es un ser inferior sin derecho a rebelión. De hecho, cuando la realidad se revela, Delano asume en un cambio vertiginoso su naturaleza conquistadora, imperialista y blanca, en tanto Cereno -representante de un imperio en crisis- sucumbe psicológicamente.

Ejemplos sobresalientes de la capacidad de Melville para narrar desde la economía, "Bartleby, el escribiente" y Benito Cereno perduran además como ejercicios maestros sobre la impostura del relato, esa creación puntillosa ceñida en torno a un centro que tal vez no existe o, en todo caso, nunca es lo que parece.

BARTLEBY EL ESCRIBIENTE y BENITO CERENO, de Herman Melville. Ed. Losada, 2010. Bs. As., 210 págs. Distribuye Océano.

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