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Sobre lo que somos

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Fernán R. Cisnero

Detrás de nosotros, no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos". La cita es parte de la identidad uruguaya para iniciar notas como esta. Es que cuando alguien lo consigue, lo consigue. Juan Carlos Onetti sintetizó así cierto provincianismo berreta, falta de horizontes de superación, regusto por una tradición salvaje e ignorante y un pasado mitificado, que identificarían a los uruguayos. Daba así respuesta a una de las dos preguntas trascendentales para los orientales: ¿cómo somos?; la otra sería ¿cómo nos ven? El lúcido malhumor onettiano más que convertirse en una contrarrevolución a ese estereotipo, se le unió conformando un eje problemático: no solo somos lo que diagnosticó Onetti sino que, además, nos volvimos pesimistas.

¿Pero seremos así? La identidad es un asunto mucho más complejo que lo que puede resumir una máxima, incluso una tan certera. Que además tiene casi 70 años y fue parte de un país distinto que salía de un período algo triste en un contexto mundial convulsionado. Un país que estaba a punto de entrar en una prosperidad que no se veía venir y a la que se llegó sin avivarse, tampoco, de que tendría un fin para el que convenía estar preparado. Visto así, hay varias similitudes con el presente. Pero la coincidencia, digamos, es pura casualidad.

Con todo, a juzgar por ejemplos actuales (la popularidad del carnaval, el fútbol, el rock, el turismo interno, por citar ejemplos) hemos aprendido a disfrutar. Así, nos hemos visto y mostrado contentos, fervorosos, optimistas, agresivos y unidos. Sin embargo, esa pátina de tristeza que notaba Onetti permanece sobre nuestra piel y nuestro espíritu. Como si no quisiéramos desprendernos de ella. No del todo.

Seguimos viéndonos, eso sí, con cierta justicia, como unos seres excepcionalmente democráticos, civilizados, solidarios y corteses. Pero existe una versión más degradada de nosotros mismos que incluye aquello que ese estereotipo rechaza pero que en lo que, algunos dicen, nos vamos convirtiendo: un país menos educado, menos culto y por lo tanto menos exigente de lo que solíamos ser.

Nuestra identidad incorpórea estará seguramente en el cruce de esos caminos, algo quizás difícil de atisbar en este preciso momento. Porque, por ejemplo, aún nos resulta complicado saber qué somos como país, después de haber machacado tanto con eso de que nacimos siendo una combinación de provincia argentina, esquina de Brasil y pústula diplomática del imperialismo británico para frenar el avance de vecinos colosos.

Es claro, por lo pronto, que José Gervasio Artigas no necesariamente estaba peleando para crear esto que llamamos Uruguay, y sin embargo, es nuestro héroe máximo e identitario. Este bicentenario que nos hacen festejar -y que funciona como excusa para este Qué Pasa especial- refiere a esa gesta artiguista y no a los aspavientos de independencia que concretaron casi 20 años después de la revolución de 1811. Es sintomático, además, que el segundo centenario del país se celebre 81 años después del primero. Las necesidades son otras, las construcciones políticas también.

Cómo va a ser fácil eso de la identidad si por un tiempo nos volvimos un "paisito", denominación infeliz pero -qué le vamos a hacer- realista, que contiene el tamiz de la nostalgia del exiliado por la dictadura, un sentimiento que conviene no despreciar. Y la cosa se complica más si se considera que, como alguien sentenció, somos un país que bajó de los barcos.

¿Cómo saber cómo somos sin saber quiénes somos ni de dónde venimos?

Ayuda algo que la identidad tenga sus signos culturales o de costumbres, que aclaran el panorama y de alguna manera arriman una respuesta a la otra de aquellas preguntas trascendentales: ¿cómo nos ven a los uruguayos?

Las respuestas más obvias, y por lo tanto la que más nos identifican, son el candombe, el mate y el fútbol, a tal punto que incluso el desdén hacia todas esas "manifestaciones populares" nos identifica como uruguayos. Porque es claro que cualquiera siente una reacción íntima, positiva o negativa, ante un tronar de tambores, la foto de un compatriota tomando mate en Central Park, o la selección uruguaya ganando un partido imposible ante unos africanos desesperados. Eso debe querer decir algo. Como también debe significar algo enorgullecerse de haber hecho la torta frita más grande del mundo.

De las respuestas que pueblan las siguientes páginas, todas certeras como siempre son las respuestas a las preguntas difíciles, hay una que agrega un dato que, por razones obvias, escapaba a aquel Onetti que escribió El pozo en un país de bienvenidas y no de despedidas. Es interesante, además, que la haya dicho Diego Lugano: un deportista articulado, inteligente y exiliado, que encima sintetiza la nueva imagen identitaria del fútbol uruguayo (como atestigua un póster de su torso desnudo en la redacción de este suplemento). Desde Estambul, Lugano da una vuelta más a este asunto al mencionar una marca persistente: la añoranza del país.

De tan superados que parecemos, una buena parte de nuestra identidad, en realidad, aflora solamente cuando estamos lejos. Toda esa melancolía, esa nostalgia, esa pesadumbre que arrastramos y por las que culpamos al país, nos convierte en eternos extranjeros de mente nostalgiosa, turistas accidentales que lo único que quieren es volver a casa. Es un tanto chovinista, en realidad, pero también así somos: petisos inseguros con amor propio.

No deja de ser gracioso, en definitiva, que capaz aún seamos "un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos", incluso en un mundo cada vez más globalizado que en su cruzada homogeneizadora se dedica a aplastar identidades. Mire lo que terminamos siendo.

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