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Secretos de familia

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Juan E. Fernández

EL 18 DE JULIO pasado el filósofo francés Edgar Nahum Morin cumplió 88 años. Lejos de haber pasado a retiro sigue desplegando una intensa actividad y cultivando su vocación de "eterno estudiante" inconformista y como él mismo se ha definido: "pensador indisciplinar". Desde hace décadas integra el think tank de la izquierda crítica europea, siendo un habitual proveedor de doctrina en cuestiones científicas y un consultor habitual en problemas de educación e integración racial, otros de sus temas preferidos.

En su primera juventud, tensionado por intereses diversos, desarrolló un itinerario curricular algo caprichoso y a contrapelo de los intereses de su familia sefaradí. Ellos anhelaban un contador en la familia, un profesional que ordenase y mejorase los negocios de venta de ropa de segunda selección, que habían desarrollado en una pequeña tienda del barrio parisino de Sentier, donde se concentraba gran parte de la colectividad judía.

Como al pequeño "Minou" (apodo familiar) no lo consideraban muy lúcido -por su evidente falta de condiciones para el comercio- se resignaron a que siguiese cualquiera de esas carreras que no garantizaban económicamente el futuro.

Luego de tomar cursos disímiles en la Sorbonne, el joven Edgar se convirtió involuntariamente en un "universitario incompleto", debido a que la invasión alemana lo obligó a huir a Toulouse y a postergar sus estudios.

Mientras escapaba del creciente peligro que se cernía sobre él debido a su triple condición de judío, militante de la Resistencia y comunista, Edgar descubrió paradójicamente una nueva libertad, llena de riesgos pero alejada del control paterno y abierta a las más diversas experiencias. La clandestinidad múltiple a la que se sometió lo llevará a definir una nueva identidad cambiando su apellido Nahum por el de Morin, por el que sería mundialmente conocido.

Mientras perfeccionaba sus habilidades propagandísticas y militares descubrió cómo sobrevivir y ganarse la vida aún en las situaciones más adversas. Se convenció de una idea que desarrollaría mucho después en su ensayo Para salir del siglo XX (1981): "Todo lo que no es político conlleva por lo menos una dimensión política".

UN PERFIL PROPIO. En ese fértil período descubre simultáneamente a Hegel, a Marx y a Rimbaud. Si Lefebvre se volvía su contraseña de ingreso a la reflexión marxista, Una temporada en el infierno de Rimbaud fue su "evangelio" personal y su fetiche privado en el seno de la bohemia militante.

Con una dedicación casi completa a la organización local de la resistencia, terminó integrando las milicias de la insurrección de París en agosto de 1944. Luego de la liberación de Francia, y al culminar la guerra, trabajó en periódicos ligados al Partido Comunista Francés, como Ce Soir, y Action pero su perspectiva crítica generó desconfianza y rechazo.

La experiencia militar en la resistencia lo llevó a integrarse durante algunos años al ejército francés, donde alcanzó rápidamente el grado de Teniente Coronel, haciéndose cargo de tropas que controlaban parte del territorio alemán.

Con veinticinco años, recién casado con su primera esposa, la socióloga Violette Chapellaubeau, Morin se animó a escribir su primer libro: El año cero de Alemania, un retrato de la Alemania devastada de la posguerra, donde rechazaba la idea de una culpa colectiva del pueblo alemán por los horrores del nazismo.

Años más tarde, en la Universidad de Toulouse, tras haber cursado diversos estudios de Ciencias Políticas y Filosofía logró graduarse en Geografía e Historia y también en Derecho. Sin embargo, Edgar no se destacó precisamente en ninguno de esos campos sino por amalgamar y reformular la teoría de la ciencia desde una perspectiva original.

Ideas complejas, no complicadas. En los años 60 luego de profundizar en la revolución biológica desencadenada por el descubrimiento de la estructura helicoidal del ADN, comienza a desarrollar una teoría articuladora entre la cibernética, la teoría de los sistemas y la teoría de la información, convirtiéndose en ideólogo del pensamiento complejo y la transdiciplinariedad.

A comienzos de los años ´70 Morin comenzó una campaña crítica de los saberes instituidos y un intento de reubicación de los mismos. Se rehusó a aceptar las perspectivas conceptuales que entendían al ser humano por un lado como una máquina biológica y por otro como un animal cultural, inmerso en el lenguaje y en un flujo perpetuo de ideas. Se empeñó pues en el desarrollo de un método que permitiese aproximarse en forma más abarcativa a los fenómenos sin que esto significase una simplificación ni una reducción. Morin fue de los primeros pensadores del siglo XX que se interesó en analizar y criticar cómo el pensamiento simplificador separa lo que está unido (disyunción) o bien unifica lo que es múltiple y diverso (reducción).

A partir de su profundización en las ciencias duras, se encargó de denunciar el error que se presenta cuando se intenta entender la mente humana exclusivamente desde su hardware, desde su sistema nervioso. Si bien ningún fenómeno mental es posible sin un sistema nervioso, tampoco es posible sin tradiciones sociales y religiosas, sin culturas, sin lenguaje, sin afectos. Todos estos elementos y muchos más se integran en forma compleja, componiendo lo que entendemos por mente humana.

Solo una perspectiva así nos permite observar las múltiples relaciones existentes entre sus elementos. No obstante, nada de ese orden puede ser definido en forma simple. La complejidad es pues un concepto-problema antes que una respuesta.

Por eso en vez de aportar soluciones, Morin reformula las preguntas que todo científico puede y debe hacerse. Lo complejo debe ser pensado como una urdimbre, como aquello que está tejido en conjunto y que adquiere otro estatus al componerse de ese modo, partiendo de elementos heterogéneos.

Para Morin, los primeros que se percataron de la existencia de un orden complejo en el mundo fueron los novelistas del siglo XIX. Mientras los científicos se empeñaban en distinguir leyes generales e identidades simples, inalterables y permanentes, que no se ven afectadas por el pasaje del tiempo, escritores como Balzac, Dostoievski, Proust o Dickens revelaban la multiplicidad de cada persona, el sistema de roles sociales que lo hacen actuar de un modo u otro. Y también ese modo singular e intransferible de cada persona de irse componiendo en virtud de arreglos con fuerzas exteriores e interiores. De ahí quizás, que se haya tomado muy en serio la difusión de su último libro publicado en castellano: Vidal y los suyos. Un texto de difícil clasificación.

La búsqueda de los orígenes. Este extenso libro, cuidadosamente corregido y presentado por Galaxia Gutenberg, configura una forma indirecta y en cierta forma novedosa de escribir una autobiografía. En vez de hablar de sí mismo tal como ya hizo en Autocrítica (1959) o en Itinerance (2006), Morin opta por hablar de los elementos que se compusieron para que él fuese quien es, manteniendo su persona como testigo atento de las condiciones de posibilidad de su existencia, pero siempre como una figura colateral, como alguien que nunca se recorta del todo del fondo del paisaje familiar.

Se trata de un largo análisis cronológico de la historia de su padre, un examen minucioso y obsesivo de una vida que le resulta tan comprensible en algunos aspectos como misteriosa en otros.

Detrás de cada página cincelada meticulosamente y con una apelación sistemática a documentos personales (cartas, recortes de prensa, viejas recetas médicas, etc.) subyace el anhelo de develar la trama secreta de una historia familiar tan heroica como prosaica, tan parecida a la de cualquier lector.

Esta crónica familiar parece responder a la necesidad que sobreviene en cierto momento de la vida de entender la lógica de nuestro propio linaje, la inscripción de nuestra vida en una trama histórica, en una novela familiar de la que sólo se conocen algunas hojas sueltas. Impulsos similares empujan a la gente a viajar para conocer la cuna de los abuelos o a buscar por Internet la genealogía de su apellido y la heráldica remota de su estirpe.

Significativamente, Morin ordenó y pulió este material próximo a cumplir 80 años. Para hacerlo recuperó las grabaciones que su hija Véronique había realizado en 1978, interrogando pacientemente a su abuelo Vidal sobre los más diversos aspectos de su vida justo cuando éste tenía aproximadamente la misma edad, 80.

Hay una voluntad casi psicoanalítica de exploración de esos pequeños detalles reveladores que insinúan misterios y secretos, dotando de un nuevo sentido a las opciones que parecían claras y evidentes.

Aunque el eje central del relato es Vidal Nahum, la historia comienza hurgando en el pasado remoto de los judíos, que comenzaron a poblar la península ibérica antes de su expulsión total de Palestina. Constituyeron una de las grandes colectividades de la España romana, donde permanecieron más de quince siglos. Luego sigue con el dilema y la nueva diáspora de los sefaradíes, desencadenada por los Reyes Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón al firmar un decreto de expulsión que obligó a los judíos a convertirse al cristianismo o irse de España.

Dejando el terreno conjetural Morin se remonta al siglo XVIII y se concentra en la deriva de su familia paterna, los Nahum, y secundariamente en la línea materna, los Beressi.

De Salónica a París. Vidal nació en 1894 en Salónica (Grecia actualmente) importante puerto del mar Egeo en pleno imperio otomano. Su familia provenía de Toscana y hablaba normalmente italiano, aunque para las comunicaciones familiares más íntimas apelaban a un castellano medieval arcaico (sin jota) que supieron trasmitir a su descendencia. Las estrategias de supervivencia económica y sus cambiantes prácticas mercantiles los obligaron también a hablar francés, alemán o inglés, y a cantar con naturalidad canciones turcas.

Los judíos españoles que habían llegado directamente de la península ibérica, junto con otros que habían emigrado transitoriamente a Italia, reconstruyeron en Salónica una Sefarad multicultural y próspera donde convivían alminares, sinagogas y campanarios.

Tal como sucedió con muchas otras familias sefaradíes afincadas en Salónica (Torres, Pinto, Arari, Levi, Atías, Haver, Amarilio, Benveniste, o Pérez) los Nahum potenciaron con sus redes familiares y comerciales, el crecimiento económico y cultural de una ciudad cosmopolita que ligó a Oriente y Occidente y que en el siglo XIX se modernizó y comenzó a soñar con Francia.

Al ser derrotado el Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, y al verificarse la anexión de la Macedonia a Grecia, la comunidad sefaradí sufrió una nueva ola de antisemitismo que los llevó a dispersarse nuevamente. La familia Nahum, como tantas otras, se reagrupó en Marsella, un tiempo antes de emprender el camino a París.

Una vez superados los ochenta, Morin se ha preocupado particularmente de promover este libro ágil y sencillo de leer pero a la vez extremadamente complejo en los elementos que amalgama. La historia familiar es tensada con mucha sutileza desde un pasado sefaradí arcaico y conjetural, en el que Vidal encontraba la base de su identidad, hasta un tardío descubrimiento de Israel (ya en el ocaso de sus días) como patria mítica.

En forma paralela corre una suerte de subtexto, en el que Morin cuestiona ciertos procesos paternos, viendo en lo particular cómo se gestan fenómenos sociales más amplios, e indagando la emergencia -casi imperceptible- de ideas xenófobas en el seno de su familia, al tiempo que florecen nuevas contradicciones entre las lealtades a la sangre y el reconocimiento de hermandades afectivas surgidas a la sombra de los alminares en su Salónica natal. "A través de Israel, su identidad judía se amplió, pero redujo su identidad sefaradí: su apego tardío por Israel le cerró a los musulmanes, a pesar de que, en Salónica, su familia se había llevado siempre bien con los turcos y él mismo, en el Sentier había tenido relaciones cordiales durante años con los feriantes y comerciantes argelinos." (pág. 466)

Este libro, que navega entre la novela histórica familiar y el ensayo humanístico, parece constituir una indagación personal de los puentes y abismos subjetivos existentes entre su padre y él, ofreciendo indirectamente respuestas al por qué el pequeño Edgar se abanderó con causas políticas internacionalistas, se casó con gentiles, y nunca recuperó su apellido familiar a pesar de su conocimiento y admiración hacia el pueblo sefaradí.

Transformaciones y contradicciones. Morin aplica a su propia trama familiar todo lo que alguna vez enseñó con respecto al pensamiento complejo, conjugando datos personales con información del contexto histórico. Así, en los detalles minúsculos de la tribu que llega a la casa del páter familias para festejar el Seder de Pascua, Morin observa un holograma de varios mundos condensados. Con una mirada que se desdobla entre lo universal y lo particular, percibe cómo sobre unos "pastellicos hechos con manos benditchas de madre", festejados unánimemente en español antiguo, emerge la floración nostálgica de baladas turcas, canciones de Piaf, tangos de Gardel, y fragmentos del bel canto italiano, dando cuenta de la química que entreteje rasgos sefaradíes medievales, añoranzas de la Toscana y nostalgias del Imperio Otomano; también cómo la conjunción de todos estos elementos permite una emulsión novedosa bajo el fuego globalizador de la capital cosmopolita francesa. Con sutileza, Morin despliega una antropología culta -y a la vez doméstica- sobre el encuentro de Oriente y Occidente, y una genealogía atenta a la emergencia imprevista de novedad en el seno de un clan.

Detrás de cada fragmento de este relato subyace una pregunta insondable sobre la identidad social y cultural y lo que una definición pública de esa naturaleza conlleva. Morin realiza un esfuerzo notable en describir desde los más diversos ángulos un retrato posible de su padre. Un hombre para quien la vida militante tenía tan poco sentido como la vida militar y que antes que cualquier bandera estaba la fidelidad insobornable hacia su familia.

Era un hombre imbuido en una fraternidad de horda y dedicado a la preservación de esa red familiar de iguales, que les garantizó a todos sus miembros una supervivencia digna pese a los altibajos sociales y económicos. Un deísta leve, que invocaba la protección divina en las malas y que resolvió salomónicamente el drama de sus propias exequias donando su cuerpo a la ciencia. Un judío laicizado a medias que incumplía alegremente el ayuno sagrado del Yom Kippur, que no celebró el bar-mitzvá de su hijo ni se preocupó en observar la ley de Moisés, tal como lo hacían muchos de su familia, pero que persiguió toda su vida un ancla posible para consolidar una identidad más sólida, más allá del perímetro de su familia.

Morin se encarga de convertir la vida de un hombre anónimo, sin otros atributos que una jovialidad permanente, una gran socialidad y un optimismo a prueba de balas, obligado a escapar muchas veces sin demasiado heroísmo, en la figura emblemática de un espectador que vivió en carne propia todas las convulsiones del siglo XX. Un hombre que siendo muy joven vio la balcanización de la sociedad salonicense, antiguo crisol de revoluciones y objeto de codicias, que pasó de turcos a griegos tras ser amenazada por búlgaros. Un hombre que no entendió la geopolítica de los conflictos y que prefirió refugiarse en la seguridad de los compromisos con los más cercanos, viendo al resto del mundo como clientes potenciales de sus cambiantes negocios.

La Primera Guerra Mundial pasó por Salónica y arrastró a Vidal en un barco de guerra francés hasta un campo de prisioneros de Frigolet, acusado (con justicia) de comerciar con tirios y troyanos. Luego vendrían los fracasos comerciales de la posguerra, el hundimiento de sus ahorros bursátiles por la crisis del 29, su reclutamiento forzoso en el ejército francés durante la Segunda Guerra Mundial, la persecución nazi durante la ocupación alemana, las humillaciones de franceses antisemitas y el advenimiento de un gobierno socialista en Francia.

Contada desde la más prosaica cotidianeidad, la historia de "Vidalico" (como le decían sus allegados) explora los efectos de los grandes eventos históricos en el ajedrez existencial de una familia, donde sefaradíes y "gentiles" se encuentran, conviven, comercian, se casan o pelean.

El libro está escrito con la seguridad de quien por razones de edad o de sapiencia se ubica más allá del bien y del mal, y no escatima revelar lo peor de cada uno y lo mejor que hay en todos.

En el último tramo de su vida, Morin expone su curiosidad y sus fantasmas adentrándose en la exploración de las dimensiones más dolorosas de su vida, como la muerte de su madre cuando él todavía era un niño, y el encubrimiento del hecho que realizó su familia hasta después del entierro.

El retrato agridulce se extiende a todas las facetas de la vida del padre. Un hombre que cantaba y silbaba como un pájaro celebrando cada nuevo día, pero también obsesionado con la comida, y que al comer "expresaba su animalidad mal domesticada, poco culturizada… concentrándose en su plato no sólo como un yogui en la sílaba Om que le hace comunicarse con lo más sagrado, sino también como un predador voraz y vigilante que se atraca a toda prisa barriendo instintivamente de vez en cuando con la mirada todo el horizonte a su alcance. Y cuando había comido, no sólo llegaba la placidez, la satisfacción, sino también el júbilo, el aleluya que expresaba silbando o canturreando una de sus canciones predilectas". (pág. 459).

Su padre fue un hombre hiperadaptado que encontraba el modo de generar simpatía en casi todos los sitios, incluida la cárcel, un regimiento o un boliche, aunque también se sentía un poco extranjero en todas partes. Un hombre tan confiable como llorón a la hora del regateo. Un hombre a quien sus múltiples orígenes culturales, los desarraigos y los vaivenes bruscos de la fortuna le habían borrado las fronteras sociales permitiéndole tratar con la misma naturalidad a Mitterrand que a un comerciante turco de la frontera de su barrio.

VIDAL Y LOS SUYOS, de Edgar Morin, Ed. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008. Aún no distribuido en Uruguay, 500 págs.

Una vida múltiple

Edgar Nahum nació en París, el 8 de julio de 1921. Su madre, Luna Beressi, sufría de una patología cardiaca crónica (que nunca reveló a su marido) y sabía que cualquier embarazo haría peligrar su vida. Luego de años de sopesar su decisión, optó por buscar un embarazo. La gestación de Edgar "Minou" fue particularmente dramática y riesgosa. Pese a que madre e hijo sobrevivieron al parto, Luna quedó muy debilitada orgánicamente y murió diez años después.

Pretendiendo aliviarle el dolor de la noticia, recién luego del entierro le comunicaron al pequeño Edgar que su madre había fallecido. Desde entonces pasó a ser criado por su padre con ayuda de una tía materna, que comenzó a oficiar de madre adoptiva.

Cuando tenía 15 años participó casi accidentalmente en una asamblea trotskista en el muelle de Valm que despertó su interés por la política. A los 19 años se matriculó simultáneamente en la Facultad de Letras, en la de Derecho y en la Escuela de Ciencias Políticas, y a los 20 se unió al Partido Comunista Francés, donde militó durante una década. En 1951 fue finalmente expulsado del Partido por sostener posturas discrepantes con el oficialismo interno y por sus reiteradas denuncias de las desviaciones y excesos del estalinismo. Paralelamente, en ese año ingresó al Centro Nacional de Investigación Científica de Francia (CNRS) donde desarrolló una destacada carrera.

Liberado de compromisos político-partidarios Edgar continuó apoyando todas las causas que encontró defendibles, militando contra el colonialismo francés y secundando las revueltas estudiantiles del ´68.

En 1945 se casó con la socióloga Violette Chapellabeau y dos años después nació su primera hija, Irène. Casi sin descanso, Violette volvió a quedar embarazada y en 1948 nació Véronique, futura historiadora, que en 1989 lo ayudó en el rastreo de las huellas de su linaje familiar y en la redacción de Vidal y los suyos. A comienzos de los años ´60 Morin visitó Bolivia, Perú, México y Brasil. En 1963 contrajo un nuevo matrimonio con una artista plástica, Johanne, nacida en Québec pero de ascendencia caribeña, con quien viajó numerosas veces a Latinoamérica.

A finales de esa década, a partir de su amistad con el Premio Nobel Jacques Monod, descubrió los pormenores de la revolución biológica iniciada con el descubrimiento del ADN. Este hecho propició su reconversión teórica, volviéndose un interlocutor privilegiado de los científicos más duros.

En pocos años incorporó conocimientos de la más diversa procedencia: biología molecular, genética, etología, la teoría de sistemas (Ludwig Von Bertallanfy), la cibernética (Wiener, Ashby, Bateson), la teoría de la información (Weaver, Brillouin, Shannon), profundizando también en cuestiones de termodinámica, y la teoría de la representación del psicólogo Moscovici, entre otras cuestiones. La solvencia revelada en la contrastación de todos estos discursos y teorías lo ubicaron como uno de los pensadores contemporáneos más respetados e influyentes.

Actualmente vive en París con su tercera esposa, Edwige Agnes.

Una cantidad récord de universidades le han otorgado doctorados `honoris causa` y es autor de más de cincuenta libros. Además de Director emérito del CNRS francés ha sido Presidente de la Agencia Europea para la Cultura (UNESCO) y su obra se encuentra traducida a las principales lenguas. En 1998 visitó Montevideo, invitado por la Universidad de la República, donde dio una recordada conferencia.

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