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Entre la luz y la sombra

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El País

Rosario Peyrou

NUNCA ES apresable el sentido de una vida; tampoco el de una obra, pero la muerte suele dejar la ilusión de lo definitivo, del cierre de una parábola finalmente visible, como todo lo que tiene principio y fin. "Tal como la eternidad lo transforma en sí mismo...", dice con mejores palabras Mallarmé en su poema "A la tumba de Edgar Poe". Releer hoy, después de su muerte ocurrida el 28 de mayo pasado, la poesía de Gladys Castelvecchi (Rocha, 1922) es enfrentarse a una obra que a lo largo del tiempo dibuja una figura tan varia como signada por las mismas obsesiones. Una obra que se inició en 1965 con No más cierto que el sueño, cuando su autora tenía cuarenta años, dato sorprendente en alguien tan naturalmente dotado para la poesía. Casada con el narrador uruguayo Mario Arregui, tuvo cuatro hijos, vivió una larga temporada en el departamento de Flores y le dedicó a la docencia de la literatura muchos de sus esfuerzos (varias generaciones la recuerdan como una profesora excepcional). Tal vez eso explique la tardanza en publicar. Sin embargo, debieron pasar dieciocho años y mucha agua bajo los puentes para que apareciera su segundo libro, Fe de remo, en 1983. Entre uno y otro, Gladys había sufrido golpes que la marcarían para siempre: su separación de Mario Arregui y la muerte en un accidente, de Román, su hijo menor, apenas adolescente. En esos años vivió períodos de fuerte depresión, y cuando se produjo el golpe de estado fue destituida de su cargo de profesora y en 1976 apresada en Punta de Rieles donde estuvo más de dos años, acusada de prestar su casa para una reunión política. Tenía 53 años y era de las pocas "personas mayores" en un penal lleno de muchachas jóvenes. Quienes compartieron con ella la prisión hablan de su valentía y su esfuerzo para mantener el ánimo en alto, de sus excelentes clases de literatura, de los tapices y artesanías con que llenó el tiempo de la cárcel.

FE EN LAS PALABRAS. A la salida de la prisión, sin su trabajo de profesora, y mientras vendía sus artesanías para vivir, empezó a escribir los poemas de Fe de remo. Publicado por Banda Oriental en 1983, se agotó en poco tiempo, y hasta tuvo una segunda edición, lo que no es frecuente en un libro de poesía. Sobre todo si se piensa que no es un libro fácil, por la riqueza de su lenguaje y porque presupone un cierto conocimiento de los mitos bíblicos. A través de 39 textos, aparentemente autónomos, pero que terminan por componer un solo poema, propone una revisión de algunos momentos clave de la historia sagrada, que en esta poesía refieren a las víctimas de un Yahvé omnipotente y arbitrario. De tono a veces imprecatorio, otras irónico y, en ocasiones, profundamente lírico, enfoca la encrucijada existencial de personajes como Adán y Eva, Noé, Job, Judith, Jonás, Jacob, Elimelec y Noemí, y hasta Luzbel, en combate desigual con Yahvé. Posiblemente por el momento en que fue publicado - con un público adiestrado a leer entre líneas- esa suerte de rebelión contra el poder omnipotente y vengador del Yahvé del Antiguo Testamento, ese dar vuelta la historia sagrada y verla del lado de hombres y mujeres expulsados del paraíso y condenados a morir, posibilitó una de las muchas lecturas posibles de Fe de remo. El libro canalizó sentimientos y rebeldías en sus lectores, y para Gladys fue un exorcismo de la dura experiencia vivida: pocas veces se ha expresado con tanta fuerza el dolor del sobreviviente como en "Memorias de Noé", el elegido para vivir que no puede dejar de pensar en los sacrificados bajo las aguas del diluvio: "No hay fantasma más triste que este mar turbulento/ ni hay espejo más cierto/ de él hablaré. Yo soy Noé, memoria de los muertos".

Pero el libro trasciende largamente la lección antiautoritaria que algunos lectores vieron en 1983. Por el poder de su imaginación poética, de su lirismo, se convierte en una metáfora de la condición desgarrada del ser humano, de su fragilidad y sed de trascendencia. Hubo quien leyéndolo desde lo religioso, acusó a Castelvecchi poco menos que de herejía, especialmente por la imagen de Luzbel como el ángel abandonado por la luz divina. Un crítico católico como Diego Pérez Pintos, escribió sin embargo en El Correo de los Viernes: "Sí creo que este libro, a pesar de sus terribles audacias y sus ásperos conceptos, no tiene nada de anticristiano, aún en sus espléndidas y tercas agonías".

En la Eneida, Virgilio describe una antigua ceremonia en los ritos de fundación de templos y ciudades, cuando el rey hacía un recorrido ritual del lugar elegido, con un remo en la mano. Dice Cirlot que el remo "simboliza el pensamiento creador y el verbo, origen de la acción". En el libro de Castelvecchi este símbolo despliega todos sus significados posibles: la idea de la necesaria refundación, posterior al derrumbe, pero además la fe en el pensamiento creador y en la palabra, tal vez la fe más sólida en el mundo de la poeta. Porque Gladys tuvo una confianza ilimitada en el poder de las palabras para decir lo real y una fascinación por la superficie espejeante del lenguaje. Eso explica su inclinación por la metáfora suntuosa, el uso de arcaísmos, la magia verbal. Si usa neologismos, nunca lo hace por sentir la insuficiencia del lenguaje, sino como un alarde de su plasticidad. Y esa fruición por la materialidad de las palabras se corresponde con una deslumbrada contemplación de la infinita variedad del mundo.

Porque hay que decirlo: en Gladys convivían un ser atormentado y tentado por la muerte, con otro luminoso y vital, atento a todas las manifestaciones de la vida. Esa contradicción está en el centro de una poesía que, a pesar de usar retóricas distintas, es coherente a lo largo de sus seis libros. También es dispar la constelación de sus admiraciones en poesía: de los clásicos del Siglo de Oro a William Blake, de Antonio Machado y los poetas del 27 a los surrealistas franceses, especialmente Éluard, de quien tomó una afirmación que le gustaba repetir, y que titula uno de sus poemas: "La poesía debe tener por fin la verdad práctica". En narrativa amaba el siglo XIX, a Balzac, Stendhal y Flaubert, a los rusos, de Dostoievski a Chéjov, pasando por Tolstoi, Gogol y Babel. Y tenía una predilección especial por la tradición cuentística norteamericana, al punto que aprendió inglés sola, exclusivamente para leerlos en su idioma original.

EN CLAROSCURO. Apenas un año después de Fe de remo aparece Ejercicios de castellano, una suerte de divertimento sobre los clásicos, surgido del contacto familiar con los textos mayores de la literatura española, anotaciones al margen, posibles versiones nacidas todas del goce de la lectura. A veces recurre al análisis de relaciones que se producen dentro y fuera del texto, a veces aproxima su lente a un pequeño detalle y lo hace pasar a primer plano. Son poemas escritos en una lengua llena de arcaísmos e invenciones verbales que recrean el estilo de los textos originales, junto a las formas métricas clásicas, que manejaba con enorme soltura. En algunos de sus últimos libros hizo algo parecido con las historias homéricas, además de dedicar poemas a escritores admirados, a Machado, a Éluard, y entre los uruguayos, a Juan Cunha, con quien compartió la recurrente memoria de la infancia pueblerina, y una sensibilidad abierta a lo popular, aunadas en ambos a una sólida cultura literaria.

Su poesía nunca perdió del todo un cierto barroquismo de lenguaje (aquí y allá reaparece, en ocasiones) , pero a partir de Calendarios (1985), parece haber encontrado una voz esencial que renuncia, en parte, al artificio verbal en favor de una forma más ceñida, un lenguaje más despojado y preciso, en un delicado equilibrio de lirismo y reflexión poética. Es curioso cómo ciertos procedimientos del surrealismo en la construcción de imágenes, conviven con una inclinación conceptista que busca siempre decir el mundo.

Los suyos nunca son recopilaciones de poemas sino libros concebidos como una unidad. El tiempo es el centro unificador de Calendarios, el cuerpo el de Animal variable (1987), Por costumbre (1995) revisa los frágiles rituales cotidianos, y Claroscuro (1992), condensa un tópico recurrente en ella, que tal vez sea la clave de su poesía: la convivencia del bien y del mal, de la felicidad y el dolor, de la vida y de la muerte, uniones tan fatales como las del cuerpo y su sombra.

Releer esos últimos libros ahora es acercarse a la lucha íntima que libró contra la muerte, a esa tensión permanente que por un lado le permitió cantar los asombros del mundo, desde lo íntimo de la vida celular, el líquido amniótico, el milagro del nacimiento, y los descubrimientos del amor, mirados desde el cuerpo, ese animal variable. Y por otro, conjurar los fantasmas de los sueños nocturnos ("veneno y maravilla", según su definición), las trampas de la memoria, la labor destructora del tiempo, los miedos y la soledad. Sin embargo estos poemas eluden el confesionalismo: casi no hay un "yo" enunciador del discurso poético, sino una mirada al misterio y la miseria de la especie, vista con una lucidez controlada siempre por una ironía salvadora. En ocasiones su natural exuberancia se transforma en condensación y decanta en brevísimas líneas: "La costumbre es feroz/ Hasta le come/ las alas a los ángeles", "Hoy gané mi día/ Puedo -y debo- regalarme un olvido". "Esta noche y esta lluvia negra/ En lo negro el agua empuja y puja fuerte/ lo verde". O toma la forma de diálogo sintético, como en este poema llamado "Metafísica": "-¿Tienen sombra los dioses?- Mírate".

Esa tensión entre el deseo de vivir y la conciencia insomne de la muerte que atraviesa toda la obra de Gladys Castelvecchi no se resuelve más que en una aceptación de la necesaria existencia de la sombra, como dice en el poema que cierra Claroscuro: "Y por último a qué el intento de sopesar/ la quietud o inquietud de la sombra// Para apoyarse/ la luz la necesita -y eso alcanza".

Después de la muerte, en 1996, de su hijo mayor, el artista plástico Martín Arregui, no volvió a publicar, y se fue dejando ganar por su lado de sombra. Tenía por lo menos un libro terminado, que no tuvo fuerzas ni voluntad para publicar. Hacerlo ahora sería un necesario homenaje, que se merecen tanto ella como sus lectores.

Cuatro poemas

Una página del Apocalipsis

Un ángel desmenuza su blancura

y me da miedo.

(En la más tierna arista de la tarde

se consuma la última vez de una pa-

reja)

Un ángel encadena su milagro

y me da miedo.

(Así pues, el amor,

tan finalmente).

Un ángel cae de soledad

y me da miedo.

(Última ola,

todo el hermoso amor,

la fiel zozobra).

Tres ángeles del miedo

y el otro miedo en que me va la sangre Testamento

"Lucharás por la verdad hasta la muerte".

Eclesiastés 4, 33

Te dejo a ti, mis hijos,

lo que heredé.

El techo lloviznoso,

la intemperie aprendida,

signos de sumar y restar en gravoso tumulto.

Reconstrúyelos. Tú puedes.

Te dejo a ti, mis hijos,

los laberintos donde se refugian los rencores.

Soy peldaño: me conduelo y me acuso.

Alas de pobre empeño

esforzaron más rumbos que la rosa de los vientos.

Te dejo mis alas.

Trónchalas. Empluma. Vuela.

A ti, mis hijos,

dejo a mejor uso los signos de puntuación,

las hojas que no nacen sin raíces,

el revuelto envoltorio de los intentos.

En él perdura una goma escolar

suave como el pan,

acusatoria como el primer robo del hambre,

redentora como nuestro último remordimiento.

Escribe. Borra. Perdónate.

A ti, mis hijos,

el agua que entendió la sed,

la cadena suntuosa de que doy testimonio.

No te dejo la soledad del mar.

Es bien de todos. Dejo mis remos

y acaso algún jirón

del viento servicial que me asistió.

Que sople en tus caminos.

Te dejo, hijos,

las escasas palabras que aprendí

y mi absoluta fe en el abecedario,

laboriosa, congregadora hechura.

Te lego mi silencio. No lo oigas.

En codicilo,

la final dialéctica de la frente

cayendo hacia la luz

y las leyes de la especie,

inocente, bellísima crueldad.

Resuélvela. Es tu turno.

(De Fe de remo, 1983) Incógnitas

Una mujer y un hombre

siempre en violencia

-acorde o alevosa-

obedecen

lo que gobierna los sitiados cuerpos.

Las mismas leyes para los leones,

las semillas impasibles

o el no menor prodigio de las aves.

Quién instruye

la inextinguible fórmula.

(de Animal variable, 1987) Convenio

Braceó a la luz

y celebrado fue el contrato

(el primer pago de llanto

- jubiloso- )

entre el aire y la vida.

Nadie reparó en la contraparte

del paciente convenio:

tan sin audible lágrima,

tan en brazos de nadie

una sombrita.

(De Claroscuro, 1992)

Gladys Castelvecchi

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