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Noticias del pasado

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Soledad Platero

Son los primeros años del siglo XX. La soledad de la estepa siberiana está manchada de milicias de distintos bandos: rusos blancos que combaten a los rojos, rojos que avanzan sobre las gastadas estructuras del imperio estableciendo el poder del pueblo, anarquistas que hacen explotar trenes e iglesias, checos que pasaron de combatir al imperio austrohúngaro a defender inútilmente las últimas posiciones del zar. Todos pasan hambre, se congelan y esperan que las cosas cambien para poder volver a casa.

En ese extraño escenario se desarrolla Por amor al pueblo, una novela bien escrita y que logra algunos picos de verdadera intensidad. Su autor, James Meek, es un periodista inglés que pasó ocho años en Rusia como corresponsal de medios de prensa británicos y tomó contacto con varias historias de los primeros días de la revolución. Meek dice que escribió el libro para recuperar esa memoria y dar a conocer algunos episodios que ya nadie recuerda fuera de Rusia.

El esquema es clásico: en un lugar aislado dos grupos conviven en obligada paz. La inexplicable muerte de un prisionero, ocurrida el mismo día en que un desconocido llega a la aldea, termina con el precario equilibrio de la comunidad y pone en marcha la acción narrativa.

Como ocurre tantas veces con las ficciones ambientadas en épocas o escenarios remotos, es posible interrogarse acerca de la pertinencia del relato. Es obvio que un escritor profesional puede elegir cualquier tiempo y cualquier lugar para instalar su historia. Pero estamos acostumbrados a creer que cuando la ambientación es ajena a la realidad del autor (historias en el futuro, o en el pasado lejano, o en destinos exóticos), algo en la peripecia de los personajes debe tener el peso de universalidad que le falta al ambiente. Digámoslo así: si no estás pintando tu aldea, mejor será que, por lo menos, pintes tus sentimientos. Estamos acostumbrados a que las novelas sean pertinentes, ya sea porque cuentan algo que el autor conoce mejor que nadie (su propia alma, su memoria, el barrio en el que vivió), ya porque se pretenden alegóricas, es decir, portadoras de significados universales aun en situaciones particulares. La novela de Meek no es, en ese sentido, pertinente, y sin embargo es inevitable considerarla oportunista. Esta rara duplicidad se explica, posiblemente, porque el autor es un periodista, o sea, alguien que, con gran dominio de la palabra escrita, reporta historias ajenas. Sabe escribir, y conoce una historia, y entonces decide hacerse novelista. La historia ya es vieja para ser noticia, pero puede reciclarse a la luz de los últimos acontecimientos políticos. Y así aparece un relato bien armado que inevitablemente recibe críticas que dicen que "aborda la afinidad intrínseca entre el fanatismo religioso y el político, tan presente en nuestros días, poniendo de relieve el tremendo poder destructivo que emana tanto del fervor espiritual como del revolucionario". Y sí: en la novela hay devotos religiosos y revolucionarios fanáticos. Y también hay un par de cosas que siempre aparecen cuando los ingleses se entusiasman con los primeros días de la revolución rusa, como el canibalismo, por ejemplo, o ciertos siniestros rituales de purificación.

Por amor al pueblo no es una mala novela. Está bien escrita y bien resuelta, y se vuelve atrapante después de las primeras cien o doscientas páginas. Pero está muy lejos de inscribirse, como dice alguien en la solapa del libro "en la tradición de Dostoievsky, Conrad o Greene". Es inevitable la sensación de que los grandes temas morales de la tradición rusa se transforman, en este homenaje descafeinado, en una sencilla y blanca moralina que nunca llega a penetrar profundamente en el compromiso que alienta detrás de las posiciones extremas, sean estas políticas o religiosas.

POR AMOR AL PUEBLO, de James Meek. Salamandra, Barcelona, 2006. Distribuye Océano. 413 págs.

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