Visto desde un helicóptero que sobrevuela tierra colombiana, Bajo Grande parece un pueblo fantasma. Tiene calles, una cancha de fútbol, una escuela y 60 casas de techos de chapa oxidada, pero no hay gente.
La razón: las minas terrestres. Esta aldea en medio de la selva muestra que mientras el gobierno está ganando la guerra contra los rebeldes, las trampas que estos dejaron tras sí son un flagelo indiscriminado. Convirtieron a Bajo Grande y otros ex territorios rebeldes de todo el país en campos minados inhabitables y a Colombia en líder mundial en número de víctimas de tales dispositivos.
Los habitantes huyeron del pueblo en 1999, cediéndolo a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Antes de que fueran desplazadas de allí el año pasado, sus miembros sembraron de minas Bajo Grande. El gobierno emprendió la penosa tarea de desactivarlas. Soldados como Eriberto Zapato, de 30 años, hacen el trabajo. Protegido por una armadura de 24 kilos, explora el suelo cerca de la iglesia abandonada, a la escucha de una señal de su detector de metales.
"Amputan y matan e impiden que los agricultores trabajen", dice el mayor Diego Padilla, que encabeza el operativo de desactivación de minas en Bajo Grande, mientras dirige los 41 soldados enfrascados en la tarea. "Lo haremos seguro para que vuelvan los pobladores y reanuden su trabajo".
costos. Las minas terrestres mataron o hirieron al menos 1.106 personas en Colombia en 2006 y 895 en 2007, más que el total de bajas de Afganistán e Irak, según la Campaña internacional para prohibir las minas terrestres.
Las minas cercaron grandes áreas a la agricultura y el turismo, lo que trajo pérdidas económicas que el Gobierno no puede estimar, en un país que también sufre una de las más altas tasas de homicidios del mundo.
"No hay nada más efectivo que una mina terrestre", dice el vicepresidente Francisco Santos en una entrevista en Bogotá. "Colocar una mina cuesta US$ 5; sacarla US$ 1.000". Bloomberg