Bienvenido despliegue musical

| CRITICA | ANTONIO LARRETACHICAGOObra de Fred Ebb y Bob Fosse (letras) y John Kander (música).Director, adaptador. Luis Trochón.Director musical. Santiago Gutiérrez.Escenografía. Octavio Podestá.Sonido. Jorge Ripoll.Luces. Pablo Santamaría.Elenco. Noel Calcaterra, Mariana Rava, María José Carreño, Gabriel Modernell, Lola Acosta, Estación Central Big Banda.Sala. MovieCenter.

Por cierto no es mera casualidad ni mucho menos un índice de competencia empresarial, pero el estreno simultáneo de dos famosas comedias musicales norteamericanas en la cartelera montevideana y por elencos estrictamente uruguayos es un fenómeno que merece alguna reflexión.

Dejando de lado la ópera y la zarzuela que han tenido y tienen sus especialistas, aunque escasamente hayan podido manifestarlo estos años, es preferible olvidar la tristeza de cierto murciélago en el terreno de la opereta vienesa, nuestros actores, con alguna insigne excepción (Dahd Sfeir) poco o nada se han atrevido a cantar y menos aún a bailar. Pueden recordarse dos o tres versiones de La ópera de dos centavos, alguna antigua tirada de zapatilla en los todavía felices primeros años sesenta: Caracol col col, Todos en París conocen y una tímida pero muy celebrada "comedia con canciones": Un enredo y un marqués. Hacia fines de la década yo escribí las canciones de Fuenteovejuna (los Quilapayún grabaron una, la que cantaba Dardo Delgado, se la atribuyeron a Lope, y yo por primera y única vez me sentí poeta). Pero estoy divagando, y esto pretende ser una crítica o en todo caso unas consideraciones acerca de las relaciones de nuestro teatro con la música. "Cantada y bailada" como decían los programas del primer cine sonoro. Volviendo a los setenta, como todos sabemos, llegó un largo silencio. Si algún actor cantó en esos trece años, le pido perdón. Desde donde yo estaba, no podía escucharlo. A mi regreso, hice el intento de producir un Offenbach (La bella Helena) para lo cual llamé a dirigir a Omar Varela. Y por ahí entramos, subrepticiamente, en la comedia musical. Imilce Viñas (que había sido Helena) se atrevió con La casamentera que causó una polémica prehistórica por el uso del "playback", tan atrasados estábamos. Fue poco tiempo después, que Varela, el hombre más astuto del teatro nacional, tras ejercitarse fuera de casa con La ópera del malandro produjo, en sucesión, tres musicales criollas, redescubriendo, también para el público, lo que son los teatros llenos. Que es exactamente lo que están experimentando ahora La jaula de las locas y Chicago, dos espectáculos que se enfrentan sin miedo al género y que dentro de estilos absolutamente diferenciados, comparten un sorprendente nivel profesional. Y un mismo entusiasmo del público en que se complementan la admiración y la alegría con una pizca de asombro.

Los dos espectáculos son, felizmente, muy distintos. El material lo es y también sus autores. Cardozo es un artista decantado y un divo a pesar suyo; Luis Trochón es un fenómeno de tesón y de energía, y el talento y la prudencia con que maneja su ambición le permite emular nada menos que a Bob Fosse. No lo imita, pero está impregnado de su ritmo, de su libertad, también de su desgarro y de su talante transgresor, que sabe inyectar a sus jóvenes alumnos. El espectáculo desmiente minuto a minuto su pretensión o su modestia de presentarse como un examen de primer año de escuela. El elenco femenino, por ejemplo, y sin excepción, demuestra un entrenamiento y una soltura, en las coreografías y también en el canto, que se suman a la juventud, a la belleza, al brío, y a un bienvenido desparpajo sexual. Ahí hay mucha barra, mucha quinta posición, mucha acrobacia, sosteniendo el diagrama.

Se echa de menos, sin duda, más aire, más espacio. No porque el escenario del MovieCenter sea chico, porque no lo es, pero Trochón —y ese es el mayor reproche que le podemos hacer— lo ha abarrotado, y la espectacularidad y el barroquismo del comienzo, muy impactante, luego conspira contra el disfrute del diseño y del lucimiento individual. Todo en escena: la banda entera (y excelente, por otra parte), todo el cuerpo de baile, la enorme cachila, siempre hay un segundo y un tercer plano cubierto por figuras, casi como si parte del público se hubiera colado.

¿Es un homenaje indirecto al Carnaval? ¿Es un principio democrático? ¿Es, pero me cuesta creerlo, una desconfianza en la capacidad protagónica de las que, quiérase o no, son las primeras figuras del elenco? Pero hablemos finalmente de éstas. Noel Calcaterra (un apellido que es todo un augurio para una bailarina) transita por su Roxie con su "talón en tierra" y también en el aire, tan descontracturada, tan cómoda, como si viniera de hacerla en una gira mundial. Y afina impecablemente sus finales más riesgosos. Mariana Rava (la Velma que me tocó ver) luce una rotunda, simpática belleza, baila y canta con una energía que se difunde en el escenario y hasta destila una bienvenida vulgaridad, ya que al fin y al cabo estas asesinas no vienen de un colegio elegante.

Lola Acosta (Mama Morton) calza, por raza y por su muy bien calibrada sensualidad, perfectamente en su personaje. Es tal vez, por el momento, la más actriz de todas.

Los hombres se lucen algo menos en esta obra de féminas aguerridas, pero el cuerpo de baile luce su propio entrenamiento en algunas entradas espectaculares, y quiero destacar el Amos de Sebastián Bandera por su natural desenvoltura y por el pequeño milagro —esto esentre él y yo— de haberme hecho apreciar lo bien que cantó Celofán. (La primera columna que escribí para este diario hace dos años se la dediqué a John C. Reilly, porque considero que su Celofán es el punto más mágico de aquella película que no queremos ni debemos nombrar).

Ya dije que el desempeño de la banda me pareció estupendo. Uno sale del teatro con el ritmo dentro. Pero esto me recuerda una última objeción. ¿Por qué la amplificación es tan sostenidamente salvaje?

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