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Así fue como el Cara a Cara acortó la distancia entre una abuela y su nieta

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Casa Cerrada: apuntes de una batalla de Cara a Cara. Ilustración: Florencia Sityá

HISTORIAS DE PANDEMIA

Luisina desafió a Renée para enfrentarse al juego de mesa que ha marcado la historia de ambas, pero por videollamada. ¿Quién vencerá la partida? Esta es la primera historia del ciclo Casa Cerrada.

Un diente de ajo y una maceta negra, esos dos ítems tenía la carta que en diciembre de 1995 le escribí a Papá Noel en un impulso entusiasta por iniciar mi primera microhuerta. Un diente de ajo y una maceta negra recibí una semana después. Y, como yapa, como agradecimiento por la facilitación del trabajo y reconocimiento a mi escasa codicia, supongo, me dejó otro regalo, algo para mí desconocido: un Cara a Cara.

El diente de ajo lo planté, lo regué, lo esperé, me falló. El Cara a Cara me acompaña hasta hoy y en los últimos días fue una vía de escape al aislamiento. También conocido como ¿Quién es quién? o Guess Who? (su nombre original, que data de 1979), el Cara a Cara es un juego de preguntas y respuestas concisas, en el que los dos participantes tienen que descifrar qué personaje le tocó al otro al comienzo, cuando cada uno seleccionó una tarjeta al azar de un mazo de 24 posibilidades. Es un juego sencillo, fácil de explicar, fácil de aprender, fácil de montar, que siempre tiene una misma ganadora: mi abuela Renée.

Hace tres semanas, en un día ocioso de cuarentena, me propuse el megaobjetivo de ganarle por primera vez y quitarle, a sus 89 años, el título de imbatible. Así que, aunque llevaba el récord personal de dos meses y nueve días sin verla, aunque el encierro potenciaba al infinito mis ganas de abrazarla, la llamé para retarla a duelo, para competir por Zoom y destronarla.

Aceptó el reto. Fijamos una fecha para jugar dos partidos y si había empate a la semana siguiente tendríamos la final. Nombramos a una veedora: su hija, mi madre. Y apostamos: si ganaba yo, la abuela me tenía que cocinar una pascualina y arroz con leche; si ganaba ella, solo me tenía que cocinar una pascualina. También hicimos algunas variaciones al reglamento oficial: se admitirían solo dos preguntas sobre apariencias físicas y apelar a nombres propios (por ejemplo, «¿Se parece a Diego Delgrossi?») sería penalizado. Cada una desde su casa tendría un tablero de juego y, para iniciar la partida, la veedora, encargada de las cartas, le daría al azar una a mi abuela y a mí me mandaría la foto de otra por celular. No hablamos de expulsiones en caso de trampa.

En la mañana del debut la abuela me llamó para intentar (sin suerte) renegociar la apuesta y proponer que cada una eligiera un alias de combate para la otra.

“Vos sos Chocokiller, la señora sigilosa que por las madrugadas asalta a los chocolates dulces, amargos, blancos, en barra, en rama, con almendras, pistachos y Oreo”, le dije. No le causó demasiada gracia. “Yo a vos te voy a llamar Luisinita”, respondió. Mi nombre, el que trato de ocultar siempre en la sombra de mi apodo, y encima en diminutivo. Una declaración de guerra.

Jugar a un juego de mesa es entregarse al simulacro de un ritual. Cada propuesta requiere la preparación del terreno, un despliegue más o menos espacioso y un estado de concentración asociado a su grado competitivo y a las exigencias de la dinámica. En el Cara a Cara cada jugador participa con un tablero rectangular compuesto por 24 fichas que tienen estampados los retratos de los personajes y sus nombres. Las figuras se suben y bajan con independencia para ser contempladas o descartadas después de cada respuesta.

Cuando la abuela aparece en pantalla ya tiene su tablero rojo pronto para empezar. Pienso en su preparación, delicada, paciente, colocando el panel en una posición cómoda y subiendo una por una las fichas. “Por gente como vos, abuela, es que este juego sigue en el mejor de los estados 25 años después de su bautismo”. No se lo digo, mejor mantener la distancia.

Intento dar vuelta mi tablero azul para activar todos los retratos en simultáneo y las piezas caen al suelo. Así me encuentra mi rival por Zoom: juntando caras en el piso.

El primer partido duró menos de cinco minutos. En tres rondas de preguntas Chocokiller me dejó knockout. “¿Tuvo un buen día?”. Sí. “¿Sus canas la hacen especial como a mí?”. Sí. “¿Es Susana?”. Sí.

En el segundo juego hice trampa, necesitaba asegurarme el pase a la final. Corrompí a mi madre para que me diera pistas por mensajes e improvisé algunas preguntas mal actuadas que me permitieron, en cuatro rondas, regodearme con una victoria inmerecida. La abuela nuca lo supo (quizás se entere al leer esta nota y me descalifique para siempre).

En la noche previa a la gran final recibí un mensaje intimidante. En un video filmado en plano contrapicado, que da la sensación de pedestal, la abuela coloca un huevo de Pascua sobre la mesa sin mantel y con el martillo de madera que suele usar para ablandar las milanesas hace añicos el tesoro de chocolate. Da un golpe firme, dos, tres, y envueltos en papel plomo, imagino astillas dulces y caramelos de colores colapsando entre vibraciones.

Mientras agita el arma con rudeza, mi contrincante muestra una sonrisa vengativa y busca la aprobación de algunos ojos que no son los míos. Alguien que sostiene la cámara se ríe y la incita a seguir. La abuela tenía un cómplice. Lo supe cuando leí la notificación de WhatsApp: “Felices Pascuas, Chocokiller está pensando en vos”.

A pesar de que estaba inspirada y me había tocado una carta repetida (eso siempre es ventajoso), perdí. La secuencia de interrogantes de la abuela fue más o menos así: “¿Es buen músico?”. Sí. “¿Tiene lentes?”. No. “¿Tiene cara de Astori?”. Penalizada, pierde el turno. “¿Tiene cara de economista?”. Sí. “¿Es Susana?”. Sí.

¿Cómo llegó a Susana otra vez? ¿Qué hilos tejieron sus neuronas para sacar tan acertada conclusión? ¿Qué personaje del juego puede parecerse a Astori? Todavía no lo entiendo.

Dos semanas después de perder el campeonato cumplí años. A las ocho de la mañana sonó el timbre de casa, me asomé a la ventana y la vi: del otro lado del jardín, apoyada en las rejas de la entrada, Chocokiller tenía un cartel de felices treinta, entonaba las mañanitas con un acento mexicano impostado y sostenía en sus manos una caja y un sobre que dejó en el muro antes de irse.

Cuando la perdí de vista me acerqué al portón. Adentro del paquete había un plato de arroz con leche tibio, con un toque exquisito de canela y miel. Adentro del sobre una tarjeta amarilla con el retrato de un tal Eric, el personaje que nunca adiviné. 

Historias de pandemia

Casa cerrada: juntos a distancia

El coronavirus lo cambió todo. Incluso cambiaron nuestras formas de vincularnos. Nacieron bebés, proyectos, amores y anécdotas. Se festejaron cumpleaños a la distancia, se hicieron regalos para sentir que estábamos cerca. También muchos sintieron pérdidas y soledad. La nueva normalidad se instaló en nosotros y nos hizo ser más creativos. Esta, la de una abuela y una nieta, es la primera historia del ciclo Casa cerrada. Enviá tu historia en este link.

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