Se repite una idea: que cuando terminan los nervios, cuando la electricidad física se apaga, cuando la urgencia no se siente, es cuando acaba la pasión. Que si el cuerpo está tan acostumbrado como para no sentir nada inédito, nada desconocido, nada que active al mínimo la sensación de alerta, entonces es tiempo de hacerse algunas preguntas.
De poner todo eso en perspectiva se trató, el sábado, el show de Buitres en el Teatro de Verano: de ver en acción a una banda legendaria del rock uruguayo a la que instancias así todavía la movilizan, la sacuden, la afectan. El recital, que se repetía el domingo, fue un reencuentro con el público, una vuelta al Ramón Collazo a 12 años de la última vez, un reconocimiento a su más reciente trabajo discográfico. Pero también fue una lección.


A lo largo de dos horas de show, el sábado, el grupo recorrió más de 30 años de canciones con un setlist que se abrió con “Afuera la lluvia” y se cerró definitivamente con “Yo no voy a morir”. En el medio, los temas de Mecánica popular, el disco lanzado en diciembre de 2019 y cuya vida en el escenario se vio muy disminuida por la pandemia, tuvieron presencias protagónicas.
El eco de Los Estómagos, la raíz ochentosa de Buitres, también se hizo sentir con “Frío oscuro”, mientras que la canción “Buitres” sirvió para que subieran al escenario los hijos de algunos de los integrantes de la banda, se adueñaran de los micrófonos, dieran mensajes sin aclararlos; fue el momento más emotivo.


Esa noche Buitres, dijo en algún momento Gabriel Peluffo, estaba feliz. También estaba disperso y emocionado —Gustavo Parodi y Pepe Rambao lo repitieron varias veces—, como si la energía fuera una masa incontrolable: hubo desprolijidades, desatinos y hasta una aparatosa caída de Peluffo (seguida de unos 15 minutos de interrupción), que desplegó su acertado arsenal de movimientos coreográficos pero por momentos pareció fuera de sí, como si el escenario fuera, todavía, un potro salvaje al que domar.
Y quizás es eso. Que si la vigencia de Buitres suena todavía fresca, que si la platea es una extraña mezcla generacional, amigas de más de 60 y una niña eufórica en los hombros de sus padres, adolescentes y treintañeros y familias enteras, banderas y brazos al cielo en un eterno gesto de ofrenda; que si tantas canciones se siguen sintiendo infalibles y tanta euforia parece palpable, es porque hay algo que permanece, imperfecto y vivo. Una pasión intacta, que al menos por dos horas puede ganarle a todo.

