HUGO GARCIA ROBLES
Hace tres décadas la Revolución Cultural impulsada por Mao borró del horizonte chino la música occidental para librarse de la siniestra imposición de los modelos burgueses. Bach, Beeethoven y Mozart ingresaron a ese tremendo "index" y la población se dedicó en calma a leer el Libro rojo. Hoy China, con un vertiginoso cambio de rumbo, se ha convertido en el gran proveedor de instrumentos musicales occidentales y, al mismo tiempo, de solistas calificados que se inscriben en la primera línea del mundo sonoro internacional.
Desde Beijing, como se dice ahora Pekín, Joseph Kahn, desde Nueva York Daniel Watkin y Rujun Shen desde Shanghai dan cuenta del enorme volumen que ha alcanzado el aporte chino a los dominios de la música occidental clásica. El ejemplo concreto es el de Yu Zhenyiang, un violinista de 15 años con un retrato de Heifetz en su cuarto, que escucha a su maestro mientras trabaja el concierto para violín de Mendelssohn, sin la música delante, completamente memorizado.
Se sabe que en China existen 30 millones de estudiantes de piano y 10 millones que cultivan el mismo esfuerzo dirigido al violín. Las cifras estremecen y así se explican los numerosos nombres asiáticos que aparecen en las cubiertas de los CD de un tiempo a esta parte. Un mínimo porcentaje de talento, basta para alimentar con virtuosos siglos de actividad musical en Europa y América.
Los conservatorios chinos hierven de pupilos, los puertos entregan contenedores colmados de pianos y violines construidos en China.
Mientras que en Occidente el peso de la música popular ha alejado a los jóvenes de los grandes maestros, no sorprende que en la billetera de una mujer en una librería de Beijing se vea un retrato de Mozart. Los Yamaha y Baldwin construidos en China se exhiben en salones de venta con el mismo despliegue que en Occidente se consagra al automóvil.
Todavía no se aprecia la aparición de orquestas sinfónicas chinas que compitan, como los solistas, con sus pares del mundo occidental. Pero pareces ser solamente cuestión de tiempo.
Al mismo tiempo, se ha decidido construir teatros capaces de albergar tan fervoroso público. Cientos de millones de dólares se consagran a esa tarea, por ejemplo, en Shanghai y en Beijing, con la participación de arquitectos famosos como el francés Paul Andreu. Aunque no librado al público el Teatro Nacional de la capital china con su costo de 400 millones de dólares es un elefante blanco.
El panorama alentador tiene sin embargo lunares: la calidad de los instrumentos de viento de madera y metal es insuficiente y no se destina tiempo a la música de cámara.
Cualquiera sea el resultado final, los números hablan con elocuencia de que en el futuro habrá muchos émulos de Jascha Heifetz y de Arturo Rubinstein con ojos rasgados y talento abrumador.