GUILLERMO ZAPIOLA
Hitler, Lenin, ahora el emperador Hirohito. Con su película "El sol", que se ha editado en DVD, el gran cineasta ruso Aleksandr Sokurov completa su trilogía sobre figuras del siglo XX que ostentaron el poder casi absoluto.
El acercamiento del autor de Madre e hijo y El arca rusa a la personalidad del monarca japonés que debió renunciar a su divinidad tras la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial exhibe el formato de un film intimista, ceñido, casi minimalista. Es también un retrato creativo e inédito del que acaso sea el más reticente y elusivo de los grandes protagonistas políticos del siglo XX.
Sokurov ha recibido críticas por lo que ha podido denominarse su "humanización" de figuras emblemáticas percibidas diversamente, desde la ultraderecha o la izquierda, como "monstruos". El primer film de su trilogía, Moloch (1999) narraba un día en la vida de Adolfo Hitler en el que no se hablaba de política: el film describía, simplemente, una jornada de descanso en Berchstesgaden, con el personaje rodeado por colaboradores, amigos y su amante Eva Braun. Quien no supiera quién fue Hitler y lo que hizo, podría creer que se trataba apenas de una inofensiva celebración familiar.
Algo similar hizo el cineasta en Taurus (2001), un retrato del Lenin enfermo y decadente de su período crepuscular, con una mente divagante y pocas referencias a la política. El Lenin del cine no suele ser así.
El propio cineasta ha dicho en alguna parte que los protagonistas de su trilogía son tres figuras distintas enfrentadas a diferentes situaciones trágicas, agregando que las suyas no son "películas sobre dictadores", sino sobre gente que alcanza el poder absoluto, pero cuyas pasiones y fragilidades humanas afectan más sus decisiones que las mismas circunstancias. Lo atrayente (y perturbador) del enfoque de Sokurov es justamente ése: el descubrimiento de que los monstruos, los genocidas, los responsables de millones de muertes inútiles, pueden ser (son) fuera del horario de oficina personas "normales", con comportamientos, expresión de afectos y emociones, debilidades y miedos iguales a los de los demás. Los monstruos son como nosotros. Los monstruos, dadas determinadas circunstancias, podríamos ser nosotros.
Desde su título, esta película sobre Hirohito juega con la paradoja: remite al Imperio del Sol Naciente, pero su luz es la del ocaso. Muy al principio, en el marco de un imperio derrotado, el personaje ha tomado conciencia de la pérdida de su divinidad: "Mi cuerpo es igual al de todos los japoneses", le dice el emperador a uno de sus asesores. Entre las ruinas de Tokio, se consuela escribiéndole a su hijo una carta caligrafiada y dando rienda suelta a su pasión por la biología, diseccionando un cangrejo cuyo caparazón le recuerda la máscara de un samurai, tal como se representa en el teatro kabuki. El personaje no se ubica en el centro de la Gran Historia, sino en su entrelínea: la de la cotidianidad, la constatación del paso del tiempo, la vida privada. También, acaso, en el de la vanidad del poder, tema que se acentúa en su confrontación con el general Douglas MacArthur (Robert Dawson), representante de los nuevos poderosos.
En efecto. A lo largo de su obra, Sokurov ha mostrado una fascinación por el tema del poder, desde Elegía soviética (1989), que era un desfile de retratos oficiales, pintados al óleo, de los distintos líderes soviéticos que se sucedieron en el poder antes de Gorbachov, hasta El arca rusa (2002), que ha podido ser leída como un réquiem a la materialización misma del poder: el palacio real de San Petersburgo. La muerte (Madre e hijo, 1997) y el Japón (Una vida humilde, 1997) también son parte esencial de sus obsesiones como cineasta. Todas ellas confluyen en El sol.
Hay una novedad, sin embargo, en este Sokurov, y es un atisbo de humor en un cineasta particularmente grave. Apoyándose en la espléndida composición de Issey Ogata como Hirohito, el director ruso encuentra una rara afinidad entre su figura y la de Charles Chaplin, a quien el emperador aparentemente admiraba. Es apenas un momento fugaz, pero la deidad imperial, desprovista de sus atributos de mando y convertida finalmente en un japonés como tantos, adquiere de pronto una cualidad humana casi chaplinesca. No es el menor mérito del film saber elegir a menudo el ángulo inesperado.