Antonio Larreta
Tras un prólogo elegíaco, Harold Bloom, cuyo Canon occidental ya fue el tema de mi última columna, titula su primer capítulo estrictamente crítico: "Shakespeare, centro del canon". Es su primera lección (el libro todo oscila entre la pasión del lector y el oficio —o el arte— del profesor) y la inaugura con el nombre de Shakespeare, que baña prácticamente sus seiscientas páginas, y hasta las inunda, porque en los otros veinticinco componentes de su "canon" Bloom escudriña las huellas de Shakespeare hasta en los que parecen más remotos: Tolstoi, por ejemplo, antishakespeariano profeso, a quien el autor no vacila en atribuirle los celos más furiosos hacia el creador de Hamlet. O el propio Freud en cuya aparente indiferencia descubre un propósito sostenido y consciente de no reconocerle lo que para él es evidente: la enorme deuda de la teoría freudiana con las grandes tragedias del isabelino. La verdad es que pocos se salvan, para Bloom, del contagio; generalmente poetas, Neruda y Pessoa, por ejemplo, que aparecen, junto a Borges, como invitados al canon, representando sus respectivos idiomas. Y entre los anglosajones se salva Emily Dickinson, refugiada en su lazareto particular y en su yo insobornable. Por supuesto, también se excluyen los antecesores: Dante, Chaucer. Este, incluso parece haber inspirado directamente a Shakespeare. Su Comadre de Bath sería el antecedente femenino —y prostibulario— nada menos que de Falstaff.
Un caso único es Cervantes. El prodigio de Don Quijote es el único invitado a la misma mesa de Shakespeare Incluso Sancho Panza se emborracha con Falstaff. El prestigio del Siglo de Oro español está a salvo aunque Quevedo y Sor Juana de la Cruz queden relegados y aparezcan sólo como aspirantes.
Esa impronta anglosajona del canon del señor Bloom, determina algunas injusticias graves. Como representantes canónicos de la novela del siglo XIX, Bloom privilegia a Dickens y a George Eliot, notables escritores ambos, pero a expensas nada menos que de Balzac y Stendhal, de Flaubert y Dostoievski. "La edad democrática" (Goethe ha cerrado la llamada "aristocrática") se abre con Wordsworth y Jane Austen, el enorme Walt Whitman, la pequeña —y gran poeta— Emily Dickinson, y los dos novelistas ingleses. Y se cierra con Tolstoi, de quien Bloom elude elegantemente el examen de Guerra y paz, de Ana Karenina y se explaya sobre un relato tardío pero muy atractivo en el examen de Bloom: Hadji Murad; y con Ibsen y su Peer Gynt.
Todavía queda la "Edad Caótica", que pese a su nombre, resulta la más coherente y reúne a Freud, Proust, Joyce, Kafka, los ya citados Neruda, Borges y Pessoa, y cierra con Beckett. Perdón. He salteado una mujer, tal vez porque me siento algo involucrado. Virginia Woolf, naturalmente. En compañía, nada menos que de Jane Austen y Emily Dickinson, dos de sus ídolos, mi susceptible amiga habrá quedado orgullosa.