Jack Nicholson cumplió una proeza de control y de emoción en su papel de Las confesiones del señor Schmidt. Pero aquí vuelve a sus habituales desplantes de histrionismo, con toda la batería de sonrisas burlonas y miradas de reojo. A esta altura puede hacer esas cosas dormido, aunque mantiene en medio de su rutina una autoridad que sirve para redimirlo de la repetición. La idea argumental en que lo embarcan tenía su gracia: un joven tímido (Adam Sandler) mantiene a bordo de un avión algún cambio de palabras con una azafata, esa actitud es tomada como un arranque de ira y deriva en una denuncia que convierte a Sandler en acusado ante un tribunal. La situación tiene un sesgo satírico sobre el período que se vive en Estados Unidos luego de los atentados de 2001, con una notoria vigilancia de los pasajeros de líneas aéreas y una psicosis colectiva sobre desórdenes en vuelo.
Esa hebra sardónica se extiende a alguna línea de diálogo en que un malentendido mezcla la guerra de Vietnam con la invasión de Grenada, pero las intenciones críticas del libreto de David Dorfman no van más allá. El relato se dedica en cambio a vincular a Sandler con el psiquíatra Nicholson, un veterano que también viajaba en el avión y se especializa en apaciguar a gente iracunda, clientela en la que figura John Turturro con una composición muy sabrosa de tipo irritable. Mientras el terapeuta procura disciplinar a su paciente —que sin embargo no ha incurrido durante su vida en ningún arranque colérico— la historia echa algún vistazo risueño sobre jueces, amigos y patrones.
Esa dosis de humor no es generosa, empero, y resulta insuficiente para esponjar un tema que resbala poco a poco hacia la charla, los vínculos con desabridos personajes episódicos y los nuevos incidentes que llevarán por segunda y tercera vez a Sandler ante la Justicia. El problema de una película que va atascándose en lo irrelevante y en lo poco ingenioso, se agudiza por culpa de la dirección de Peter Segal, cuya experiencia previa en el género de humor ha consistido mayormente en habilitar las payasadas de Leslie Nielsen o Eddie Murphy. En este caso se necesitaba un hilado más fino, un juego de sobreentendidos y alusiones de doble fondo para reavivar no sólo el material sino la accidentada suerte de los personajes o la vuelta de tuerca final. En varios momentos se nota que Segal no sabe qué hacer con su material.
Mientras desfilan caras conocidas en papeles secundarios (desde Marisa Tomei hasta Woody Harrelson), el propio Sandler aplica su particular estilo de comediante, que se apoya en una gran reserva expresiva y una visible economía de recursos: algo así como las antípodas de la sobreactuación de Nicholson. Ese desencuentro acompaña la falta de puntería de la película, que luego de su media hora inicial deja de estimular al espectador y se limita a enhebrar situaciones más o menos desteñidas. Lo que un montevideano con afición por el cine puede pensar ante productos como éste, es que la circulación de cierta categoría menor del cine norteamericano debería limitarse al consumo interno. Estrenarla en el exterior no tiene demasiado sentido, porque hasta es improbable que recaude como para justificar esa exportación. Mientras la programación lo obliga a consumir este tipo de mercadería, el espectador uruguayo debe privarse de conocer buena parte del cine europeo de hoy, por ejemplo. La situación podría llevarlo a un acceso de ira que requiera los servicios de Nicholson.