Gabriel Sosa
Llegar a la casa donde vive la familia de Juan Ignacio Pertusatti es a la vez fácil y difícil. Por una parte, se trata apenas de tomar el 175 con destino al puente Las Piedras, esperar con paciencia a que termine el largo viaje, bajarse en camino Mendoza frente a la iglesia de Santa Teresita y empezar a caminar por el largo y recto camino Carlos Linneo hasta después de la loma. Es algo menos de un kilómetro, y la calle está en muy buen estado. Pasando la subida, antes de llegar al puente de la cañada, está la entrada a la casa donde vivía Juan Ignacio.
Por otro lado hay que decidirse a recorrer el camino hasta allá. Puntas de Manga, barrio Régulo, Instrucciones, no son localidades con buena fama para un habitante del Centro, que las ve como terreno exclusivo de hurgadores en carros a caballo, policías sobrecargados de trabajo, "marginales" y movileros de informativos de televisión. Se pone peor cuando alguien, con la mejor intención, explica que "se llega fácil, en cuanto se pasa el asentamiento es ahí nomás".
¿Asentamiento? ¿Hay que cruzar un asentamiento?
Como suele pasar, la realidad es mucho menos dramática que las expectativas. Linneo es un camino semirrural, bordeado por chacras y terrenos vacíos. Los vecinos son amables y conversadores, y el asentamiento es un pequeño barrio humilde con casas de material. Bajando la loma, antes de llegar al puente, efectivamente está la casa donde vivía Juan Ignacio Pertusatti.
El escenario
Al principio los edificios quedan ocultos por una lomita. Finalmente se llega a un camino en diagonal, una huella profunda en realidad, al fondo del cual están los galpones del criadero de chanchos que cuida el actual compañero de Graciela Suárez, la madre de Juan Ignacio. Y junto a estos galpones, la casa donde vive la familia.
Graciela viene de Artigas, de una familia numerosa, y tiene ella misma una familia numerosa. En su casa (la de su compañero) viven su hija de 21 años, su hijo de 18, sus hijas de 15 y 16, su hija de 10 que está de vacaciones y las más chicas de 3 y 2 años. Muy cerca, en el asentamiento, vive su hija de 20, Silvia, con su compañero y sus dos niñas. La hermana de Graciela, Blanca, vive con dos de sus propios hijos en barrio Régulo, a espaldas de la casa de Graciela, y acostumbra venir de visita cruzando los campos vacíos.
La familia se mudó al criadero donde trabaja el compañero de Graciela dos años atrás, cuando su vivienda en el asentamiento (llamado barrio 23 de Diciembre) se incendió. Su hija y su hijo mayores trabajan en el Mercado Modelo, igual que el compañero de Silvia. Pero mientras que éste está efectivo, "en caja", el hijo de Graciela va todas las mañanas de madrugada a buscar changas. A veces encuentra, a veces no. Su hija trabaja en el servicio de cafetería. Las adolescentes están por empezar en la escuela nocturna los años que les faltan. La de 16 abandonó la escuela regular, explica Graciela, "porque ya era muy mayor, muy mujer, y no estaba cómoda. La otra dejó porque sin la hermana no quería ir, y ahora van a ir a la nocturna a terminar sexto".
En la casa de Graciela y su compañero hay una nube de niños propios, de Silvia y de vecinos. También muchos perros, de todo tamaño, edad y color. Silvia se sienta en un sillón a la sombra de unos árboles frente a su casa, y empieza a hablar. Habla pausado, sin expresar demasiadas emociones, sin alterarse. Parece algo apática, distante. Cuenta cómo el domingo 23 de noviembre a eso de las cuatro de la tarde Juan Ignacio, de 9 años, le pidió dos pesos para ir al almacén a comprar un helado. Salió en su bicicleta rumbo al comercio, que queda a unos 200 metros por camino Linneo en dirección a Instrucciones, del otro lado del puente.
Frente al criadero hay un gran descampado alambrado, al fondo del cual se ve una línea de árboles. A la izquierda hasta llegar al puente hay un vacío completo, pasando el puente, oculto entre los árboles, está el almacén. Frente a éste hay un par de casitas entre la vegetación. Antes de llegar al puente, a mano izquierda, hay unos 30 metros donde se acumulan bolsas de basura y desechos que los vecinos tiran ahí, tanto los del asentamiento como los de las casas y chacras. "Por acá no pasa el basurero —explica Silvia— y se amontona todo acá hasta que cada tanto se llama a la Intendencia y mandan un camión a limpiar". Ahora hace un par de semanas que no pasan, y la basura se fermenta apaciblemente al sol.
En esos 200 metros en línea recta antes y después del puente, sin posibilidades de salida por ningún lado, deshabitados e imposibles de evitar, desapareció Juan Ignacio. Hay que verlo para creerlo.
La búsqueda
"Papo me pidió dos pesos", explica Graciela. A Juan Ignacio le dicen Papo en la familia. "Hacía rato que con la prima estaban por ir a comprar un helado. Al final salió en la bicicleta. De mañana había llovido, pero a esa hora ya estaba bien el día. Eran las cuatro, más o menos".
Dentro del terreno donde se encuentra el criadero, separados por la vegetación de la calle, los amigos de Juan Ignacio cazaban pájaros, deporte usual entre los niños de la zona. "No pasó un auto en todo el día, si no lo hubiéramos visto", dice Graciela. "Un domingo de tarde acá es tranquilísimo. Entre semana pasan pocos autos, los domingos ni uno, sólo si van a la feria, y como ese día llovió no hubo feria. Estábamos nosotros acá, los chiquilines cazando pájaros, la gente del almacén en la puerta. Enfrente un vecino estuvo alambrando toda la tarde, y tampoco vio nada".
"Primero lo buscamos los vecinos y la familia, después vino la policía. Trajeron perros, dieron vueltas con un helicóptero, anduvieron a caballo, se metieron entre las cañas. Pero cuando llegaban allá al fondo, a medio camino antes de aquellos árboles (señala a la distancia, hacia camino Osvaldo Rodríguez) los frenaban porque había barro".
"Los policías buscaron, pero igual o más buscaron los vecinos", apunta Silvia. "Incluso varios se metieron en la cañada, en el agua, y se les infectaron los rasguños en las piernas: después no podían ni caminar. Incluso el dueño del supermercadito limpió todo un terreno suyo del otro lado de la cañada, que estaba que no se podía pasar, para facilitar la búsqueda".
La familia no está del todo contenta con la actuación policial. Dicen que sólo se llevaron para interrogar a familiares, en especial a la misma Graciela. "Un milico raso que estaba ahí me decía que largara dónde estaba el nene, que si no fuera porque soy mujer me soltaba un golpe ahí mismo".
Escuchando a Graciela y su hija Silvia, parece que más que quejarse por el poco entusiasmo de la policía, se sienten solas y abandonadas. Y es que la policía uruguaya, como el Poder Judicial o los doctores internistas, no son precisamente célebres por lo comunicativo, ni por ser muy respetuosos de los sentimientos de los implicados en las investigaciones.
Tampoco son célebres por su tacto. "El otro día yo le decía a un sargento acá en la 17 que para mí Juan Ignacio estaba vivo, que si a mi hijo no lo encontraron muerto es porque está vivo. Y él me decía que no, que ellos manejan otra idea, que para ellos está muerto y enterrado en algún lado".
Por lo que se sabe, las pocas pistas que aparecieron se siguieron hasta el final. Una camioneta misteriosa, que algunos vecinos habían visto más temprano, fue ubicada, y se la deslindó del hecho. Un adolescente que antes vivía en el asentamiento y que declaraba haber matado a Juan Ignacio los llevó hasta donde decía que había dejado el cuerpo, y no había nada. Una nena que dijo haber visto a Papo solo, sin bicicleta y con cara de miedo en el puente, tampoco fue útil. Luego quedaba sólo la familia. Se repasó prolijamente a los miembros cercanos, a Graciela, a su compañero (que durante toda la tarde estuvo cuidando a los chanchos del criadero, de donde salió para buscar al niño extraviado), a su tía, a sus primos y en particular a un tío, hermano del ex marido de Graciela, que vive en Las Piedras.
"A él lo denunció el papá de Juan Ignacio, le dijo a la policía que lo investigara. Llamó del Comcar y les dijo que se fijaran bien en su hermano, que podía ser que estuviera metido".
El padre de Juan Ignacio y de sus hermanos mayores está preso desde 1998. Violaba a sus hijas, hasta que Graciela se enteró, o no aguantó más, y lo denunció, lo que en ciertos ambientes no es poca cosa. Hasta 2005 va a estar preso, y cuando salga sus hijos son unánimes en declarar que ya no les interesa volver a verlo. "A mí no me interesa saber nada de él", dice Graciela. "Llamó un par de veces las primeras semanas, a ver si se sabía algo de Papo, pero después no llamó más".
El padre de Juan Ignacio y su hermano tuvieron diferencias, lo que llevó a la llamada de atención. "Lo que pasa —dice Silvia— es que los dos eran muy parecidos, hacían negocios. O sea, a veces te vendían algo, te cobraban y después no te lo daban. Te jodían, como quien dice. Mi tío estuvo preso también, cuando salió andaba muy tirado y yo le ofrecí darle plata si me ayudaba a terminar mi casa en el asentamiento. Pero me dejó el trabajo por la mitad y se fue, y no lo vi más. Y como los dos eran comisarios, mi viejo y mi tío eran milicos antes, saben de estas cosas".
Consultadas al respecto, las autoridades niegan que el padre de Juan Ignacio o su hermano hubieran sido policías o militares.
De todos modos, se investigó al tío de Juan Ignacio, y no se pudo comprobar nada. Del resto de la familia, el abuelo paterno del niño desaparecido no demostró interés alguno. "Vive acá en Manga, pero no llamó nunca ni para preguntar si había aparecido", dice Graciela. "Su compañera sí llamó un par de veces a preguntar si había novedades, pero él ni se interesó".
"Yo lo que quiero es que aparezca", dice Graciela cinco o seis veces durante la conversación. "Yo sé que él está vivo, entonces quiero que lo busquen y aparezca".
El notero de un canal de televisión, de los que cada tanto revolotean por la casa preguntando si hay noticias que ameriten un reporte, le dio lo que a lo mejor sea el mejor consejo que pueda recibir. "Usted haga lío, me dijo. Haga escándalo, así se lo buscan. Porque claro, la muchacha esta de Carrasco que desapareció estaba en los canales todo el día, porque los padres tenían plata. Mi hermana llamó a Stirling dos veces y le dijeron que sí, que iba a venir, que le iba a dar una entrevista y no apareció nunca ni la atendió. Porque claro, el caso nuestro lo tienen más abandonado. Hay dos casos que quedan sin resolver, el de la muchacha de Colón y el de Juan Ignacio".
"La muchacha de Colón" es la adolescente que hace un par de meses fue ejecutada de un tiro en la cabeza en un monte cerca de su casa. Los medios de prensa tampoco se ocupan mucho del caso, más bien nada, y su nombre no aparece en los informativos. Pero en casa de Juan Ignacio se acuerdan de la muchacha de Colón.
Al cierre de esta edición, se informó que el ministro Stirling recibiría a la madre de Juan Ignacio.
El entorno
Contemplando desde el puente el lugar donde desapareció Juan Ignacio, el misterio del asunto se hace más evidente. Es un camino recto, sin casi ningún lugar a los costados para moverse entre las banquinas y los campos llenos de vegetación. Da la sensación de que llevaría un buen tiempo moverse transversalmente por el campo lindero, el de enfrente al criadero, más aun acarreando un niño y una bicicleta. Parece un misterio para Sherlock Holmes, o algo sacado de los Archivos X. Con seguridad lo ocurrido fue algo más banal y trágico, pero la misma banalidad y tragedia, la tristeza de cualquier solución posible, da ganas de que de veras se tratara de un secuestro extraterrestre.
Lo misterioso del asunto hace mella en la familia. "Mis hijas, las de 15 y 16, no quieren salir hasta que no aparezca Papo. La gente se porta muy bien, todos los vecinos se portan muy bien, pero es todo tan raro... ". "Las más chicas no se enteraron de mucho", dice Silvia. "Saben que Juan Ignacio no está, pero no saben qué pasó. A veces pasa un avión volando, y una dice ‘¡Ahí va Papo!’".
Según Graciela, "el barrio es tranquilo, muy tranquilo. Acá no pasa nada, ni de día ni de noche. La gente del asentamiento es toda gente de trabajo, los vecinos nos conocemos todos. La policía pasa dos por tres en patrullaje, de noche también. Lo que no hay es locomoción, menos después de las doce, pero mis hijas de 15 y 16 han ido caminando de noche a bailes por acá por la zona y vuelven sin que pase nada. No es un barrio feo".
Silvia recuerda sólo un hecho de violencia. "Hace tiempo, un año o más, a un tipo del asentamiento otro le pegó un tiro. Fue medio raro, parece que se estaba vengando porque el otro le había quemado el rancho o yo que sé. Salió en el informativo y todo, pero fue lo único feo que pasó por acá en el barrio".
Hablando con los vecinos, todos parecen estar de acuerdo. Camino Linneo es un lugar tranquilo y agradable, sobre todo desde el puente de la cañada hasta Instrucciones, bordeado por quintas y casas cuidadas, con jardines y vecinos descansando a la sombra en una tarde de sábado. El punto geográficamente más bajo del camino es la misma cañada, de escasas aguas marrones y llena de moscas, con un basural a un lado y el monte de árboles al otro. Nadie sabe ni si tiene nombre. Mientras de un lado del puente quedan el criadero de chanchos, el terreno vacío y el asentamiento, del otro lado comienza un barrio diferente. La cañada no es sólo el lugar más bajo, también limita la zona más deshabitada. Entre el asentamiento sobre la loma y el otro lado de la cañada, sólo viven Graciela y su familia.
Cruzando el puente hay unos árboles a la izquierda y dos casas a la derecha. Un poco más adelante está el almacén, a donde se dirigía Juan Ignacio, propiedad de Ana y Carlos. Más bien es un supermercadito, adosado a una casa pintada de blanco en medio de un gran patio con césped y árboles. Un lindo lugar.
Ana se acuerda con precisión del día de la desaparición de Juan Ignacio. "De mañana llovía, pero después del mediodía se puso lindo. Los domingos acá no pasa nadie, así que con mi marido nos quedamos sentados afuera. Estuvimos toda la tarde y no pasó nadie. Dos muchachas de acá cerca nomás, paseando, que llegaron al puente y dieron la vuelta".
El puente es también una especie de frontera.
"Juan Ignacio venía siempre, era un nene precioso, educadito, callado. Un nene precioso".
Carlos muestra la foto ampliada de Juan Ignacio que tienen colgada detrás de la caja, sacada de la cédula de identidad. Es la única foto que existe de Juan Ignacio. "Claro, esta es la foto de la cédula, nunca son muy buenas, no le hace justicia. Pero era un nene precioso, buenísimo. Mire, era un nene al que usted podía llevarlo al Centro y dejarlo allá y pasaba como un chiquilín de cualquier barrio de aquellos".
"Era buenísimo", apoya Ana. "Educadito, tranquilo. Era el más buenito de todos ellos. Nunca hacía travesuras, nunca andaba tirando con honda, ni cazaba pajaritos. Era precioso el gurisito".
Graciela ya había dicho lo mismo de su hijo. "Era tranquilo, cariñoso, se llevaba bien con todos, enseguida hacía amiguitos. Pero era muy tímido, nunca salía solo, no le gustaba hablar con gente que no conocía, incluso si andaba acá en la vuelta se volvía a casa temprano porque no le gustaba andar de noche. Eso sí, en la escuela era medio vago, estaba repitiendo primero. Igual las maestras lo querían muchísimo".
Pero Graciela sabe algo que Ana no. Juan Ignacio, a pesar de su buen carácter, tenía un secreto oscuro que del otro lado de la cañada aparentemente no se sabía. Papo cazaba pajaritos. "Tenía la mochila llena de gomitas para la honda", cuenta Graciela.
Otra cosa en que Ana y Graciela disienten es en la profundidad de la búsqueda. Graciela cree que podría haberse hecho más extensa y exhaustiva, Ana está admirada de la energía con que se peinó la zona. "Trajeron perros, rastrillaron a caballo, vinieron no sé cuántos policías, hasta un helicóptero. Revisaron todo, todo, todo. Todos los pozos que hay por ahí adentro, los cañaverales, todo, hasta por allá abajo (el gesto es vago, hacia la distancia de Manga). Pero no encontraron nada, pobrecito".
Carlos la apoya, pero en algo se hace eco de lo dicho por Graciela. "Todos los perros iban para el mismo lado, todos arrancaban en el camino y salían par el mismo lado". Señala detrás de las casas de enfrente, las primeras de este lado de la cañada. "Pero a todos los perros cuando se venían para este lado de acá los frenaban. Y si no está por acá, ¿cómo se llevaron la bicicleta?"
La distancia
Siempre en línea recta, camino Linneo se aleja de la cañada y sigue siendo una zona semirrural bastante encantadora para el visitante desapercibido, con sus casitas y sus galpones bien cuidados. Se ven establos, gallineros, a veces tractores junto a los edificios, y casas de ladrillo a la vista o pintadas de blanco con garajes. No es en absoluto una zona lujosa, pero sí un lugar donde la gente cuida sus hogares. La calma es absoluta, y cada vez que se le pregunta a alguien está de acuerdo en que "es tranquilísimo, acá nunca pasa nada". Es un lindo paseo de sábado de tarde, si no hace demasiado calor.
En los jardines se ve gente en reposeras o sillas de playa, incluso en un prado cerrado con una valla blanca de madera hay una familia entera (padre, madre y tres niños rubios) como de picnic, tomando mate a la sombra de un árbol, visitando a un conocido que cuida la chacra. Todos son gente amable a la que no le importa conversar sobre el asunto. Todos están asombrados y dolidos, varios de ellos participaron en la búsqueda, ninguno conocía a Juan Ignacio en persona. "Hay una chiquilinada bárbara por acá, pasan de arriba para abajo todo el día. Y más de aquél lado".
"De aquél lado" es del otro lado del puente, pasando la frontera. Y todos, aunque es notorio que les gustaría enterarse de que Juan Ignacio llegara a su casa caminando tranquilamente con un Play Station abajo del brazo, hablan del niño en pasado.
Siguiendo por Linneo arriba, las casas se mantienen igual de prolijas y espaciadas. Sigue sin ser un paisaje opulento, pero es muy distinto a lo que se ve del otro lado del puente. En verdad pasan muchos niños, en grupos de tres o cuatro, algunos en bicicletas. A diferencia del otro extremo del camino, donde se ven carros a caballo que entran o salen del asentamiento rumbo a Mendoza, aquí no se ve ni uno. Lo único que cambia la monotonía de esta apacible zona es una fábrica de helados, pero ¿quién puede decir que una fábrica de helados es algo desagradable?
A medida que el puente y la cañada quedan atrás, la gente tiene menos contacto con la desaparición de Juan Ignacio, y a menos de un kilómetro de su casa ya es un cuento presente pero lejano, que pasó en territorios ajenos al barrio propiamente dicho.
La última persona que aparece antes de llegar al cruce con Instrucciones, donde termina camino Linneo, es una muchacha de unos veintipocos años, de pelo negro, que va en bicicleta. "¿El nene desaparecido? Ah sí, pero eso pasó allá abajo, pasando el puente".
Como para subrayar sus palabras sigue pedaleando, sin haberse detenido nunca del todo. Sigue Linneo abajo, en dirección al puente que no cruzará. En dirección a esa frontera no declarada junto a la cual, hace dos meses, desapareció un niño de 9 años.