No hay imperio que dure mil años

| El historiador inglés Paul Kennedy habla con el intelectual mexicano Enrique Krauze sobre Estados Unidos, sus diferencias y semejanzas con imperios desaparecidos.

Enrique Krauze, La Nación, Grupo de Diarios América

Las paredes de la casa del historiador inglés Paul Kennedy exhiben varios cuadros con barcos. Son los barcos que sus padres y abuelos ayudaron a construir en Newcastle. Estaba destinado a escribir una historia del ascenso y decadencia del poder naval británico. La escribió cuando tenía escasos 27 años (The Rise and Fall of Britains Mastery), pero la idea de los ritmos históricos lo fascinó al grado de buscar su aplicación a un objeto aún más amplio: no sólo el poder naval sino el poder integral, no sólo el poder del imperio británico sino el de todos los imperios posteriores al Renacimiento.

Paul Kennedy nació en Wallsendon-Tyne, en el norte de Inglaterra. Hizo su doctorado en Oxford. Comenzó su carrera investigando el colonialismo, pero el ejemplo de otro historiador, Geoffrey Barraclough, lo convirtió en practicante de la large history, la historia "larga", "grande" o general.

¿Existen los ciclos históricos?, se preguntó Kennedy, y las potencias del ayer parecían gritarle que sí, que había que buscar esas claves con actitud de matemático, midiendo las variables del poder (económicas, políticas, militares, sociales). Y una vez descubiertas esas leyes, uno podía darse el lujo mayor de profetizar.

—El tema de su obra es tan antiguo como la visión cíclica de la historia, la "historia natural de los imperios", podríamos llamarla. Pero entremos a la historia de su libro, Auge y caída de las grandes potencias, que ya es un clásico moderno.

—Mi tema original era el ascenso del moderno Estado europeo, un panorama de 500 años hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Al llegar a la universidad estadounidense de Yale, en 1983, encontré una creciente carrera armamentista entre la URSS de Brezhnev y los Estados Unidos de Reagan. Ambos imperios parecían tener problemas económicos y enormes desequilibrios financieros, e incurrían en un gasto cada vez mayor en sus respectivos ejércitos. Me recordaban el reinado de Felipe II de España, y decidí que no terminaría mi libro en 1945 sino en el presente, con una conclusión provisional.

Mientras Europa era un misterio y Japón ascendía por méritos no militares sino económicos, me pregunté: ¿Presenciaremos en los siguientes 25 años la caída de los soviéticos y los estadounidenses, y el relativo ascenso de China?.

—Imagino las críticas... Ahora bien, en los años 80 usted dijo que Estados Unidos vivía un proceso de "sobreexpansión estratégica", como el de los Habsburgo en el siglo XVII y la Gran Bretaña en el XIX. Pero ahora Estados Unidos no tiene ya frente a sí al archienemigo soviético con su poderío nuclear. ¿Todavía considera que está "demasiado extendido"?

—Mi teoría planteaba tendencias de 25 años: cuando escribía en 1987 buscaba entrever hechos del 2010. Por lo demás, el diagnóstico me parece todavía parcialmente acertado. China sigue creciendo; Europa puede convertirse en un gigante económico (aunque la paralizan rivalidades internas). Las tres sorpresas son, por supuesto, la URSS, Estados Unidos y Japón. Yo sabía que los soviéticos estaban muy débiles, pero pensé que les ocurriría lo que a los otomanos, una decadencia paulatina, en vez de esa repentina implosión. Otro acontecimiento crucial fue la reducción paralela del gasto militar por parte de Estados Unidos y su impresionante crecimiento económico durante nueve años, en la década del 90. Su poderío militar creció a niveles insospechados.

—Todo lo cual parecería refutar la tesis última del libro, me refiero a la profecía sobre la inminente decadencia de Estados Unidos.

—Creo que la pregunta más importante sigue siendo válida: ¿hay o no sobreexpansión imperial? Pienso que la tentación en ese sentido ha aumentado. Una mirada a la situación económica de Estados Unidos muestra que el país tiene un enorme déficit federal y comercial, y una deuda —privada, comercial, empresarial y nacional— gigantesca. Y aunque me impresionan el poder y la tecnología, sigo pensando que la "sobreexpansión" es una cuestión abierta.

—¿Cómo ha repercutido en ese esquema la guerra de Irak?

—Estados Unidos tiene bases militares en 40 países e instalaciones navales en otros diez. Parece una prueba evidente de poder. Hay que retroceder a los imperios británico o español para encontrar algo parecido. Pero ¿cómo se va a mantener esta estructura durante un período prolongado?

—El costo de la guerra en proporción al Producto Bruto Interno es uno de los indicadores clave que usted utilizó en su libro. ¿Cómo está hoy esa relación?

—A partir del último incremento del Congreso, calculo que ha subido de alrededor de 3,5% a cerca de 4,2% o 4,5%. Sigue siendo inferior a las cifras de Casper Weinberger y Ronald Reagan, cuando era de 6,5% y por supuesto menor a la Segunda Guerra Mundial. Pero en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos duplicó el PBI en cuatro años. El país salió de la guerra siendo dos veces más rico que cuando entró, lo que es infrecuente. Ahora hablamos de una economía más lenta, menos capaz de sostener al ejército.

Autismo ideológico

—Usted menciona el empresariado, la innovación, la tecnología, la pluralidad política y las ventajas geográficas. Pero la geografía es un don de Dios, los demás factores son humanos. En el caso de Estados Unidos agrega usted algunas desventajas graves: la frágil cohesión social y su relación en extremo difícil con el mundo. ¿Qué piensa de estas ventajas y desventajas hoy y para el futuro?

—Antes de descartar la geografía hablemos un poco de ella. Piense en Canadá. Su territorio es casi del mismo tamaño de China. Si en Canadá vivieran 1.200 millones de personas, Estados Unidos habría perdido el juego. Por geografía no sólo me refiero al territorio, sino también a los vecinos. Al considerar, por ejemplo, la Prusia de Federico el Grande o la Alemania de Bismarck, con grandes potencias en su derredor, uno percibe la inmensa ventaja geográfica de Estados Unidos. Podría retirarse del Medio Oriente ahora mismo.

—Yo lo dudo. ¿Qué ocurriría con la economía, tan dependiente del petróleo?

—Bueno, sí, pero aunque haya conflicto en Irak, de todas formas hay reservas en Rusia. Ahora mismo coinciden los problemas de suministro en Irak, Nigeria y Venezuela, pero la dependencia es recíproca.

—Tal vez... La posición geográfica ofrece sin duda grandes ventajas. ¿Y los demás elementos positivos de que hablábamos, la iniciativa, la inventiva?

—Creo que esos elementos destacan mucho en el resurgimiento de Estados Unidos en los 90. Los empresarios estadounidenses se interesaron seriamente en el debate sobre el relativo declive del país en el decenio de 1980. Y fueron ellos quienes hicieron un contrapeso en el avance de los japoneses. Reaccionaron, recortaron los costos, invirtieron en investigación. Si la próxima generación de investigadores e inversionistas produce más novedades tecnológicas y productivas, se reducirá la dependencia de Estados Unidos respecto del petróleo.

—No es inconcebible. El tercer elemento, más bien negativo, al que me referí es la mezcla conflictiva de cuestiones culturales y sociales. ¿Qué opina al respecto?

—Que en el caso de Estados Unidos es una mezcla singular de ventajas y desventajas. Esta cultura individualista, empresarial y competitiva tiene grandes ventajas. La liberación de la capacidad personal y el fomento de la competencia dan flexibilidad a los negocios.

—Admitiendo que Estados Unidos tenga todas esas ventajas, también tiene serias desventajas. Es un país que sólo se ve y oye a sí mismo. Entiende muy poco al resto del mundo, padece (creo) algo similar al autismo.

—Sí, es verdad, una especie de autismo ideológico o cultural.

—Es el único lugar donde hay un campeonato deportivo que sólo involucra a Estados Unidos y se llama la "Serie Mundial". Cree que el mundo termina en sus costas.

—Yo bromeo con mis amigos estadounidenses sobre la "Serie Mundial" y la Copa del Mundo. La diferencia es reveladora.

—Revela sobre todo indiferencia, ignorancia y desdén con respecto al mundo.

—Lo que me preocupa es que contribuya a una especie de arrogancia: Somos el ombligo del mundo. Fui a una conferencia de mi distinguido colega Robert Dahl, el gran politólogo. Habló de su nuevo libro, una reflexión sobre la democracia de Estados Unidos. El público quería saber todo de la democracia estadounidense (habían escuchado a Bush decir lo maravillosa que es). Pensaban que era una conquista fantástica.

El libro de Dahl tiene un capítulo en el que examina la carta constitucional de 45 países. Dahl observa estas democracias y se pregunta: si nuestra Constitución es la mejor del mundo, ¿por qué nadie nos copia? Vi al público y me di cuenta del desconcierto. Y pensé: si estas personas tienen un concepto tan alto de su propio sistema político, entonces las posibilidades de aprender de otros, o de verse como los ven los otros, son en realidad muy lejanas.

—Esto nos conduce naturalmente al terrible peligro de la arrogancia en el contexto imperial de Estados Unidos. Arrogancia y poder, ¿no son juntas una fórmula para el desastre? Porque me parece que el imperio británico fue más sensible en ese aspecto, más responsable y consciente de su dominio, ¿no le parece?

—Bueno, había fascinación y curiosidad por otras culturas. Hubo siempre miembros jóvenes de la elite británica que viajaban por el mundo, transitaban por India o África, y luego volvían para participar en el gobierno. En un principio, los británicos se empeñaron en modificar otras sociedades. Eso fue a principios del XIX, pero el gran motín de 1857 en India les restó arrogancia.

—En cambio, en la Casa Blanca hoy no hay una pizca siquiera de esa tolerancia. Todo esto nutre la oposición contra Estados Unidos. El antinorteamericanismo es otro fenómeno mundial. Realmente "sobreextendido".

—En el siglo XX hubo momentos en que Estados Unidos salió a participar del mundo. Pienso en la época de Woodrow Wilson, de Franklin D. Roosevelt y, en cierta forma, pienso también en Kennedy. Ahora tenemos a Bush, listo para actuar en el planeta entero.

Pero antes el mundo se mostró notablemente receptivo. Tenían esperanzas en Estados Unidos. Se decepcionaron casi siempre, pero tenían una imagen positiva. Ahora ocurre lo contrario: frente al despliegue de fuerza de Bush, el mundo reacciona con disgusto y miedo. Y no sólo en el mundo árabe.

—La gran ausente es la diplomacia. Wilson y Roosevelt tuvieron éxito, pero éste se debió, al menos en parte, a sus servicios diplomáticos.

—John Gaddis, especialista en la Guerra Fría, ha dicho: ¿estrategia de largo plazo sólo en la fuerza militar? ¿Cómo fincarla sin una diplomacia responsable? La diplomacia debería ser un instrumento igual al ejército en la formación de la política mundial.

—La guerra es la continuación de la diplomacia, por otros medios.

—Y a veces la guerra es el fracaso de la diplomacia.

—¿Eso fue lo que pasó en Irak?

—Me parece que sí.

—¿Pese a la rápida victoria?

—Así lo pienso. Un grupo pequeño se negó a la solución diplomática. Cabe señalar que el problema no sólo fue culpa de Estados Unidos. Creo que el presidente francés Jacques Chirac fue torpe, arrogante e increíblemente vanidoso.

Religión profana

—En su libro menciona usted al imperio otomano. Me llama la atención que su "decadencia" haya durado tanto tiempo. Desde el sitio de Viena, en 1683, hasta 1918: mucho tiempo, ¿no le parece? Para mí, a la luz del presente, lo que prueba es la gran resistencia de la civilización islámica.

—Incidieron muchas cosas. Los turcos siguieron educando una elite burocrática, tenían la fuerza de la religión y un sistema administrativo relativamente descentralizado, de modo que no se sufría la dominación inmediata con dirigentes locales. Y algo más: las otras potencias conspiraban para no destruir ese imperio.

Imagino sin dificultad a un futuro gobierno de Estados Unidos, digamos dentro de diez años que diga lo siguiente: hemos invertido demasiado tiempo y esfuerzo tratando de ser el policía del mundo, hemos desviado demasiado nuestra atención, hemos gastado en exceso en el ejército, y lo hemos hecho en detrimento de otros intereses importantes. Nos retiramos.

—Estoy de acuerdo, salvo por una cosa: la amenaza terrorista. En mi opinión, esa amenaza mantendrá en pie el belicismo intervencionista de Estados Unidos.

—Es una nueva variable, pero, ¿qué le parece a usted la conjetura de que Estados Unidos no habría sido atacado si no hubiese sido por sus políticas en el Medio Oriente?

—Le contesto con su misma pregunta: ¿a usted qué le parece?

—No sé ¡¿quién sabe lo que piensa la gente?!

—Creo que, de todas formas, los terroristas islámicos habrían atacado, aunque fueran distintas sus políticas en el Medio Oriente.

—Desde hace 15 años, las consignas en todo el mundo han sido: modernización, desarrollo, globalización, integración. Y ahora hay esta larga lista de países a los que no se recomienda ir. No es imposible imaginar un ataque de alguna banda de musulmanes fundamentalistas contra turistas en París, y entonces los estadounidenses ya no podrán ir a París.

—Y el propio fundamentalismo de Estados Unidos complica el panorama.

—...una especie de religión profana, con el dogma de la excepcionalidad estadounidense.

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