En Rosario
El sol de Rosario en enero, a esta hora del mediodía, en las apretadas calles del centro de la ciudad, no debería ser de curso legal. Más que caer, se despeña. Y el animal que cruje entre el sol y el pavimento sos vos.
Salgo de El Cairo, el bar insignia de la ciudad. Quedan adentro las estatuas a escala real de Messi y Di María. Uno, Lionel, fraguado en la cantera de Newell’s Old Boys. El otro, Angelito, en la de Central. Quizá haya que decir que la más grande insignia de esta ciudad en realidad es su fútbol.
Iban 60 minutos de partido empatado. Al sueño esquivo de Messi Campeón del Mundo le quedaba media hora de vida, sobre todo después de haber perdido con Arabia Saudita en el encuentro inicial. Di María amenazó con desbordar por derecha, pero soltó un pase largo al centro, de rastrón. Messi controló y le pegó. Fue gol. Son dos estatuas en El Cairo porque fueron dos jugadores en la cancha poniendo el primer ladrillo de una historia que se contará para siempre. El relator italiano Daniele Adani le contó al mundo de qué se trata esta ciudad: “De La Bajada a Perdriel. Sempre Rosario, cittá del calcio”. La Bajada es el barrio donde Messi se conoció con el fútbol. Perdriel es la calle donde creció Di María. Rosario, ciudad del fútbol.
Bajo por Sarmiento hasta la avenida Pellegrini. Reconozco edificios, ochavas, viejos negocios. Nací en esta ciudad, pero crecí en Buenos Aires. Llevo 52 años viniendo a ver si uno es de donde lo parieron o de donde lo criaron. Siempre me vuelvo con la pregunta sin contestar.
Marcelo Bielsa no tiene ese problema. Nació y se hizo aquí mismo. Newell’s es su patria. El estadio del club hoy lleva su nombre. A mí, la chica que me tuvo me dio en adopción apenas me tuvo. Las veces que vine a Rosario a buscarla no la encontré. Así que a falta de genealogías propias, vengo a buscar la de alguien más.
Los Bielsa. ¿Quiénes han sido? Si esta crónica de a pie puede responder sus propios asuntos tal vez, de paso, deje explicado cómo se constituye un temperamento, el del chico que potrereaba en estas plazas y hoy conduce la expresión mayor del fútbol uruguayo: su selección.
Dos ciudades en espejo.
Cruzo Rioja, San Luis, San Juan, y las voy viendo: Rosario tiene galerías, en el sentido de que todavía le quedan, de que siguen ahí. La Favorita, Córdoba, Libertad. Hay algo de tiempo detenido en esa organización del comercio y del local que precedió al shopping y que aquí pervive como no queriendo entregar del todo las formas amables, provincianas, del siglo XX.
No puedo evitar la sensación de centro urbano con alma de pueblo que Rosario exhala en sus calles del macrocentro, ni que esa sensación me recuerde mucho a Montevideo. Boulevard Oroño y la 18 de Julio, en otra vida, debieron ser hermanas.
Si hay algo de lo que Rosario siempre estuvo cerca no fue de Buenos Aires, sino de eso que en Buenos Aires nos parece que debemos llamar “lo uruguayo”, que es un tipo de ánimo, una interioridad hecha de río presente, más fútbol, más una trova de cantautores, más fútbol, más el postre chajá. Más fútbol.
No he visto muchas ciudades en el mundo con los apellidos de las familias en los porteros eléctricos de los edificios. Podría nombrar solo dos.
¿Cómo es que Marcelo Bielsa se pasó 67 años sin dirigir la selección uruguaya? Es más. ¿Cómo es que Marcelo Bielsa no es uruguayo? Hay una sola explicación: porque es rosarino, que es como un montevideano nacido en la provincia de Santa Fe.

Cuando llego a Pellegrini doblo a la derecha y la ciudad se abre en la anchura de su avenida más tradicional, donde están las parrillas con carta de vinos, los restaurantes. Es una avenida elegante que tiene un andar, un ir y venir del día y otro de la noche. La desembocadura natural de su cauce me deja en el Parque Independencia, un pulmón verde donde respiran los tribunales de justicia, el hipódromo, el lago, el rosedal y el estadio Marcelo Bielsa, con pronta capacidad para 49.000 espectadores cuando se termine, en setiembre, la construcción de su nueva tribuna.
Frente a la plaza del Foro Dr. Vélez Sarsfield —así, tan docta en su nombre— hay una casa con dos columnas blancas, símil Facultad de Derecho, símil Partenón. Allí vivió Rafael Bielsa, abuelo de Marcelo, el hombre que inauguró el linaje familiar, jurista de renombre internacional, profesor honorario de La Sorbona de París, padre del derecho administrativo argentino. El sujeto que entre 1930 y 1950 escribió los tutoriales que regulan la administración pública nacional. Fue el primer Bielsa tremendo, el primer gran Bielsa.

“Sin duda el desacreditado ‘concepto vulgar’ de la política ha provocado una prevención genérica contra ella, pero he aquí que la política es la parte de la actividad más elevada y digna de una verdadera y auténtica democracia: por lo que estudiar sus ciencias, propias y afines, y preparar estadistas y hombres versados en estas disciplinas es, claro está, contribuir a la dignificación de ella, en los principios y en la práctica”, escribió hacia 1941.
Bielsa, nacido en Esperanza, Santa Fe, 170 kilómetros al norte de Rosario, se ocupó de redactar la letra chica del derecho público, pero lo preocupaba “el buen gobierno de las cosas” y el desarrollo del tejido político de la Nación.
Su labor académica, en la Universidad del Litoral sobre todo aunque no únicamente en ese centro, instituyó la primera carrera de ciencias políticas que existió en este país. Creía en el Estado y por lo tanto creía en la formación dura del estadista.
“...claro está, contribuir a la dignificación de ella, en los principios y en la práctica”. Marcelo, el nieto, ensayando ideas sobre una ética de la competencia en conferencia de prensa no suena tan distinto a Rafael, el abuelo, ensayando ideas sobre el país que se industrializaba y crecía. Lean a uno, escuchen al otro, y constatarán una misma cadencia, un mismo andar del enunciado. Es lógico, procedencias.
Hinchas intransigentes.
Rafael Bielsa abuelo tuvo a Rafael Bielsa hijo, un abogado con menos volumen, quizá más ocupado en su presente que en la construcción de un legado. Cuando pregunto por él suele venir con las respuestas la idea del bon vivant. Ahora bien, este segundo Rafael se casó con una figura crucial en la curva del trayecto familiar: Lidia Caldera, Toti, una maestra dura, exigente, profundamente católica, que quedó a cargo de establecer las banquinas, los bordes, de un comportamiento familiar y del funcionamiento de un hogar. Una línea la define: “Alguien en esta casa tiene que decir que no”. Rafael y Lidia tuvieron tres hijos: Rafael, el mayor. María Eugenia, la menor. Y el del medio: Marcelo.
Ahora es una plaza urbanizada a la que se le ve el trabajo municipal de los paisajistas, que le metieron callecitas interiores y palmeras. Pero hace sesenta años esto era un campito, una mota de pasto sobre la que el niño Marcelo se jugaba sus tres partidos por día —algunos ven en ese dato la semilla de una invención: la del triple turno. Y enfrente vivía el abuelo, en la casa de las columnas. Y ahí nomás estaban los tribunales. Y a unas cuadras, la cancha que llevaría su nombre. Y entonces: ¿cómo no iba a ser de Newell’s, Marcelo Bielsa? Hijo de la ilustración, habitante del centro de la ciudad, heredero de una tradición académica. ¿Cómo? Newell’s Old Boys nació en los patios de un colegio, el que Isaac Newell fundó en Rosario en 1884. Se había traído de Inglaterra el reglamento de un juego singular y lo había llevado a las clases de educación física. El juego consistía en meter con los pies un balón dentro de un arco.
Intransigencias: Rafael, su hermano, se diplomó como abogado. María Eugenia, su hermana, como arquitecta. Marcelo abrazó el fútbol. Lidia, la madre, le dijo que estudiara lo que quisiera siempre que no renunciara al propósito de ser el mejor. La libertad de elegir a cambio de la exigencia absoluta en lo que eligiese. Intransigencias.
Hay una versión menos romántica, y probablemente más cierta, según la cual Lidia le dijo a su hijo: estudiá o te vas. Y Marcelo se fue. Después, al tiempo, se graduó como preparador físico, más que nada para remendar el vínculo. Dos intransigentes en pugna era demasiada intransigencia.

Vuelvo por Pellegrini, como yendo hacia el río. Del sol en el cielo de Rosario no me llega ninguna piedad. No importa, caminarle las calles a una ciudad es la mejor forma de saludarla.
Transigir, lo que no transige: ha sido tradición entre las hinchadas rosarinas ir a mear la cancha rival. No se le hace pis, ni se la orina: hablamos de mear porque hablamos con desprecio. Durante el rodaje de Presos del olvido, que incluía una escena en la que Federico Luppi con la camiseta de Central meaba la cancha de Newell’s, cayó la barra leprosa y se robaron los equipos, digamos que en devolución. Me acuerdo de esto ahora porque estoy cruzando calle Buenos Aires, donde vivía mi tío, el vasco Juan Madariaga, que tenía en su casa el póster del Newell’s campeón del 74 en Arroyito, barrio a donde me llevaba de chico en su Chevrolet 400 para mearle la cancha a Central. No digo que haya estado bien, digo que mejor contar nuestras historias como han ocurrido. Y digo también que el hincha de esta ciudad no transige.
Marcelo Bielsa es hincha de Newell’s. Durante su paso como técnico de la selección chilena, le preguntaron por el afecto que despertaban en él las casacas que dirigía. Respondió:
—Difícilmente quiera otra camiseta más de lo que quiero a la de Ñuls.
El periodista repreguntó: ¿y la de Argentina? La respuesta de Bielsa fue:
—Esa es una pregunta muy incómoda.
Doblo en Ayacucho y hago cuatro cuadras hasta 3 de Febrero. Ahí está aún, en la exacta esquina, el puesto de diarios que fue de Marcelo Bielsa. Me han dicho que iba vestido con una camiseta de frisa y unos jeans imposibles. Hay un gesto de trascendencia en que no te importa la condición terrestre de lo que llevás puesto. Pero lo mejor que me han dicho sobre esa parada es que Bielsa la tenía para informarse sobre literatura del deporte y no perderse ninguna publicación. Es como querer ver películas y comprarte un cine. Bielsa agota la experiencia, la seca. El que venga detrás deberá crear la suya porque Marcelo no habrá dejado una gota sin exprimir.
Vuelvo a mi hotel sobre calle Santa Fe, frente a la terminal. Mañana me esperan más calles, más Bielsa, más Rosario.
Un uruguayo en el parque.
Hay que cruzar avenida Circunvalación para llegar al predio Bella Vista, donde entrena la primera de Newell’s —la grafía casera, en mi familia, siempre ha sido “Ñúbel”. El lugar te recibe, en su puerta de ingreso, con las estampas de su aristocracia de ídolos. Allí están Mario Zanabria, bendita sea tu zurda, autor del gol con el que Ñúbel salió campeón en cancha de Central, jugando contra Central, frente a la hinchada de Central, ya dijimos, 1974 año de Nuestro Señor. Allí está Diego Maradona, ídolo invitado. Y, claro, Marcelo Bielsa y Jorge Griffa, alumno y maestro.

Una larga cinta asfáltica te deja delante de la expresión de amor que Marcelo Bielsa y sus hermanos han tenido por el club: el edificio Griffa, un hotel donde concentra el primer equipo y el cuerpo técnico, diseñado por María Eugenia, arquitecta; con el apartado técnico legal de la donación configurado por Rafael, abogado; y los costos de la construcción cubiertos por Marcelo: dos millones de dólares. Solo puso una condición: no se aloja nadie que no sea jugador o cuerpo técnico. No quería, Bielsa, ver dirigentes invitando amigos y acomodándolos en el hotel.
A veces una intransigencia no es más que una tonelada de sentido común.

Del interior del edificio viene caminando el uruguayo Mauricio Larriera, técnico campeón con Peñarol en 2021 y actualmente al mando de la primera de Ñúbel. No se me ocurre en esta ciudad un entrevistado más redondo, perfectísimo, con quien hablar de Marcelo Bielsa y el fútbol uruguayo.
—¿Por qué parece que se hubieran estado esperando toda la vida, esos dos?
—Bielsa es el único entrenador que he seguido siempre, en todos los equipos donde ha estado. Tengo todavía algún VHS con su modelo de entrenamiento. Lo de Marcelo es una nueva corriente filosófica en el fútbol, ni más ni menos.
—¿Cómo conversa esa filosofía con el fútbol del Uruguay?
—Se trata de una selección, de las más gloriosas del mundo, que se encuentra con un entrenador al que se lo infravalora a nivel de resultados o de títulos, pero que nadie puede discutirle lo que ama el fútbol, lo que lo respeta, la forma en la que se entrega a su trabajo. Se encuentran esos dos y, claro, te llenás de alegría.
—Sobre todo cuando llegan los resultados.
—Sí, pero yo no lo digo con el diario del lunes. Antes de que le ganara a Brasil y a Argentina ya era maravilloso saber que Bielsa iba a dirigir a Uruguay.

—¿Qué viste ahí?
—Una alianza estratégica. El fútbol uruguayo estaba necesitando alguien que enriqueciera sus raíces, sin hacer que las pierda. Alguien que le sumara, a lo que hemos sido siempre, una nueva intensidad.
—¿Qué le va a permitir el Uruguay a Bielsa?
—Caminar por 18 de Julio mirando vidrieras tranquilo, o por la rambla, como lo hace cualquier personalidad del país, un expresidente, una celebridad. Uruguay no lo va a molestar.

El Loco, le dicen. No estoy seguro de que sea un apodo muy creativo. Sí puede decirse que, aunque no voluntariamente, Bielsa lo ha alimentado. Era 1990. Él dirigía a Ñúbel y estaba a 24 horas de jugar el clásico con Central. De visitante.
En la concentración, el Negro Gamboa se entretenía con un PacMan en una maquinita. Con ese fruncido eterno en la entreceja que ha llevado desde niño, Bielsa se le acercó y le preguntó:
—¿Usted qué daría por ganar el clásico mañana?
Gamboa le respondió que cualquier cosa: tirarse de cabeza al piso, trabar con todo el cuerpo. Seguía jugando al PacMan.
—Míreme que le estoy hablando. ¿Qué más daría?
Gamboa soltó el jueguito y le dijo: no sé, más no hay. Bielsa contestó:
—Se lo dije recién a mi señora. Si me tengo que cortar un dedo por ganar el clásico, me lo corto. Total me quedan cuatro.
Gamboa le respondió que entonces mejor no ganar cinco clásicos seguidos porque se iba a quedar sin la mano. Bielsa se alejó gritando:
—¡Usted no entiende nada!
Un día después, Ñúbel le ganaba a Central 4 a 3 en Arroyito. El primero fue de Gamboa. Ñúbel salió campeón ese año. El entrenador Marcelo Bielsa terminaría en los hombros de alguno, gritando desaforadamente, agitando un trapo rojinegro en el aire, que Ñúbel, carajo. Que Ñúbel, carajo.
"Para entender a Bielsa, hay que entender a Jorge Griffa"

“Para entender a Bielsa, primero hay que entender a Griffa”, ha dicho Jorge Valdano, promovido por Jorge Griffa a la primera división de Newell’s, en 1973.
Campeón con Newell’s en 1974 y campeón del mundo con Argentina en 1986, autor del segundo gol en la final contra Alemania. El palmarés es de Valdano, que lo consiguió. Pero fue Griffa el primero que supo que podía conseguirlo.
Jorge Bernardo Griffa jugó en el Newell’s de los años 50 y enamoró a su hinchada. Jugó en el Atlético de Madrid de los años 60 y enamoró a su hinchada. Y luego se volvió un maestro de la búsqueda, el desarrollo y la promoción de juveniles. Las divisiones inferiores de Newell’s Old Boys, una de las grandes canteras del fútbol del mundo, no serían el yacimiento que son si Griffa no las hubiera instruido.

Promediaban los años ochenta y Griffa, que llevaba tiempo descubriendo jugadores, descubrió de pronto a un entrenador. Inédito: a un entrenador. Vio en Marcelo Bielsa algo que veía cuando se miraba al espejo. Y le pareció que había encontrado a un sucesor. Griffa le pidió a Bielsa que dividiera el territorio argentino en 70 zonas. A bordo de un 147, Marcelo llegaba a los pueblos más improbables y preguntaba quién era el crack del lugar. Entre los dos habían invertido el vector: ya no había un club esperando que las promesas se le presentaran, sino que ahora el club salía a buscarlas.
Cuando Bielsa debutó como técnico del primer equipo, lo hizo trayendo una camada de chicos que habían crecido con él. De la formación del once titular que salió campeón en la cancha de Boca, en 1991, jugando la final contra Boca, diez habían salido de las divisiones inferiores, barro primigenio moldeado en casa, cocinado a fuego lento en la intimidad de los entrenamientos.
Jorge Griffa murió el martes pasado, a los 88 años, en su casa de Buenos Aires.