Bacacay esquina Naranja Mecánica

| Un trabajador fue golpeado con saña hasta quedar hemipléjico por dos menores. Ocurrió en Montevideo.

Daniel Mazzone

Tomás Sánchez es un hombre de edad indefinida. A decir verdad son pocas sus características definidas. De tez morena, su andar con pasos cortitos sugiere la personalidad de quien no abunda en gestos expansivos y se siente más bien un intruso que alguien con derecho a ocupar un espacio en el mundo.

Casi nadie sabía que se llamaba Tomás hasta ayer, cuando debimos ir al hospital a preguntar por él y averiguamos su nombre real, porque siempre lo habíamos llamado así, Sánchez, a secas, como si fuera un nombre de pila.

Sánchez era hasta el 11 de agosto el mandadero del Sordo en su puesto del Mercado Viejo contra la rambla sur, donde el estuario envuelve al río ambiguo.

Todas las mañanas se lo podía ver con su carrito cargado de cajones de frutas y verduras, entrando y saliendo en los boliches que se alinean en la calle Bacacay.

Vergonzoso o respetuoso, Sánchez solía bajar la cabeza al cruzarse con alguien a quien considerara digno de respeto, casi el resto de la humanidad. Ni siquiera osaba saludar.

Un lunes no era lo mismo si Nacional había ganado o perdido durante el fin de semana. Lucía con orgullo un gorro de lana tricolor y días había en que ostentaba una desteñida y antigua blusa del club. Ese embanderamiento ostensible era su gesto máximo, el extremo de su desmesura. Por lo demás era difícil intercambiar un diálogo prolongado con Sánchez; muchas veces no se le entendía lo que decía.

Fue otra de las claves que quedó develada cuando fuimos a saludarlo a su catre —llamar cama a esa cosa combada y casi a ras del suelo sería exagerar— del hospital Maciel. Cuando le preguntamos qué necesitaba, y a modo de ejemplo le dijimos jabón, cepillo de dientes, Sánchez interrumpió la frase y simplificó la lista:

Si no tengo dientes, dijo, y se hizo un silencio enorme, capaz de engullir el imprevisto más inesperado.

Sánchez se llamaba Tomás y no tenía dientes.

El andar de Sánchez era un andar leve. Hasta cuando impulsaba su carro circulaba como pendiente de los otros, como si su presencia en el mundo fuera un exabrupto de la naturaleza, como si alguien hubiera cometido un error introduciéndolo en este juego del que parecía no aspirar a entender mucho más allá de Nacional y las hortalizas del Sordo. Hacía muchos años, quizá 20, que los memoriosos lo recordaban empujando el carrito de dos ruedas.

Cuando fuimos a verlo por primera vez al hospital después de la golpiza, con sus ojos negros y ese hematoma de tan feo aspecto en el lado izquierdo de la cara, a Sánchez se le dibujó la alegría en la cara, la misma que Nacional le iluminaba en los lunes triunfales. Fue una sonrisa ancha la que le vimos en medio de su aspecto destartalado y ya hemipléjico. Una carcajada muda.

Sánchez no volverá a ser el de antes. Así había aparecido el lunes último, en que pese a todo se presentó a trabajar, los ojos ennegrecidos y ese feo hematoma en la parte superior izquierda de la cara subiendo a la cabeza.

Alguien intentó describir su estado primero desde la negativa; no estaba triste, dijo, y agregó: tampoco miedoso, ni achicado, estaba más bien acongojado. Esa era la palabra indicada; Sánchez estaba acongojado. Era un vocablo perfecto, porque la expresión de Sánchez luego de la golpiza era más la de quien pregunta que la de quien se queja o insulta. Ni siquiera se le ocurrió denunciar a quienes lo golpearon de modo salvaje el lunes a las seis y media de la mañana, cuando iba con diez pesos en el bolsillo a comprar la leche para él y su esposa en el almacén de la esquina en el final de la calle Reconquista.

Ayer cuando fuimos a visitarlo y mi esposa le preguntó por su mujer, de la que recién nos enteramos que era ciega, si ella necesitaba algo, si estaba cuidada, Sánchez levantó levemente su mano derecha y la pasó varias veces con la mayor velocidad que pudo delante de sus ojos como si quisiera dar énfasis a sus palabras. Dijo:

—Ella no ve, no ve...— y movía su mano con insistencia ante sus ojos. De pronto rompió a llorar con un desconsuelo que jamás le habíamos visto.

Tomás Sánchez no tenía dientes y su mujer estaba ciega.

Lloró largamente con lágrimas que le mojaban el regazo —se había incorporado en la cama para no atendernos acostado— y bajaba su cabeza invadido por la tristeza de saberla aun más indefensa que él.

¿Qué fue lo que descargaron esos dos jóvenes salvajes sobre Sánchez? ¿De qué lo culparon?

Sé que habrá quienes intenten alivianar de culpa y de intencionalidad a la actitud de esos dos pequeños monstruos, e intentarán diluir su responsabilidad en el resto de la sociedad. Sé también que hay muchas razones por las cuales dos menores de edad puedan concretar actos de tamaña abyección. Pero Sánchez también tiene derechos que no deben quedar diluidos en el impreciso marco de una sociedad en la que sólo hay víctimas. Sé que es materia opinable. Pero en algún lugar hay que fijar un límite. No intento convencer a nadie de nada. Simplemente estoy, como Sánchez, acongojado, ofendido, dolido, intentando describir una situación que nos está desbordando.

La indefensión de Sánchez es la indefensión de una sociedad que parece seguir perdiendo sus referencias.

En los últimos días mucha gente del barrio rodeó a Sánchez en el hospital Maciel.

Probablemente Sánchez ignorara que tanta gente lo quería. Quizá no sepa a qué atribuir toda esa calidez, seguramente inconsciente de la propia calidez que derramaba. Ninguno de quienes lo rodeábamos anoche sabía qué queríamos decirle más allá de ese deseo intenso y vago de volver a verlo formando parte del paisaje de todos los días. Como si desde su indefensión Sánchez nos informara de lo efímero de todo. Que al fin y al cabo estemos hechos de cosas así.

En la última primavera, exactamente el 21 de setiembre, Sánchez le había regalado dos pequeñas macetas de plástico, de esas grises, con varias flores de amapolas de distintos colores a mi esposa. Acompañó su homenaje de unas pocas palabras en su dialecto enrevesado e inentendible y, ahora lo sabemos, desdentado. Era un gesto de agradecimiento, de cariño, quizá de amor. Y aportaba otra dimensión, una magnitud mayor de la ternura.

Por todo eso cuesta imaginar la escena, que parece extraída de la violencia que Kubrick anticipó en La Naranja Mecánica. Dos jóvenes vecinos, que lo vieron durante años, ir cada amanecer al almacén a buscar la leche para su mujer antes de empezar la jornada en el puesto del Sordo, cebaron en él un odio cerril y ajeno para golpear uno tras otro, alternativamente, hasta tirarlo al suelo al viejo Sánchez. Gratuitos. Irracionales. Feroces. Y en el colmo de la cobardía y la abyección, ese golpe final y ciego contra el parietal izquierdo que le causó el coágulo cerebral que lo dejó hemipléjico y tendido en ese catre del hospital Maciel.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar