Un día sí y otro también asoman en la opinión pública y en ámbitos gubernamentales diversas iniciativas -algunas sueltas y otras más o menos sistematizadas-, que tienen que ver con aspectos esenciales de la vida uruguaya.
Hagamos a un lado, por ahora, el intento de anular, eliminar o derogar la ley de Caducidad, refrendada por dos plebiscitos en una auténtica manifestación de voluntad popular. Vayamos, en cambio, a otros temas preocupantes: así, el Presidente Mujica reitera su intención de terminar con la indigencia y de abatir la pobreza que padece parte de nuestra población. Plantea, además, su propósito de humanizar el sistema carcelario, edificando nuevas cárceles, enseñando a trabajar en ciertas tareas, estimulando el estudio, creando entretenimientos, etc., todo dirigido a facilitar la reinserción del futuro liberado en la sociedad.
Al mismo tiempo, desde la otra orilla del Plata, llega una noticia que a muchos de nuestros dirigentes sindicales habrá de erizar: una empresa argentina contratará personal teniendo en cuenta "su alta formación ética", razón por la cual sus empleados y obreros tendrán que ser miembros del grupo religioso los "Testigos de Jehová" pues los considera "honestos y trabajadores".
Todos estos grandes temas guardan alguna relación entre sí. En primer lugar, nadie puede estar en desacuerdo -si el enfoque es primordialmente humanitario- con las intenciones presidenciales. ¿Quién, por ejemplo, es partidario de mantener la indigencia y la pobreza extrema que afectan a innumerables hogares y que incluyen a niños que no son responsables de nada de lo que les ocurre?
De ahí la pregunta crucial, dura pero inevitable: ¿no es lógico establecer prioridades en la atención de esos problemas? Si hay 5.000 plazas para 9.000 reclusos y nos soliviantamos ante tan cruel realidad, ¿cuántos niños duermen en una misma pieza y cuántas insuficientes comidas diarias consumen? Y si hay reclusos que queman sus colchones y destrozan alojamientos y baños, que la sociedad se encarga de reparar de inmediato, ¿cuántos niños, indigentes o pobres, duermen en el suelo o habitan en viviendas de chapa y cartones? ¿Cuántos carecen de techo y de abrigos? Se impone, pues, establecer prioridades, lo cual no quiere decir que se traten unos problemas y se abandonen totalmente otros. Cada uno de ellos debe ser abordado en la medida en que la sociedad esté en condiciones de hacerlo así, pero sin afectar otras decisiones más importantes. No podemos menos que remitirnos a las palabras del presidente francés Sarkozy y plantarnos si el delincuente es más que la víctima o, agregamos, si el que delinque es igual o más que el ciudadano honesto carenciado. Porque resulta que cuando se comete un delito grave o aberrante los grandes titulares de los medios de comunicación -y la opinión pública recibe y comparte el punto de vista que reflejan- califican a los autores como asesinos, depravados, antisociales y cosas por el estilo y reclaman las mayores penas posibles para esos criminales, copadores, vandalizadores de escuelas o asaltantes de pobres viejos jubilados. Pero, luego, cuando esos delincuentes están recluidos, cunde el concepto de "humanizar" la situación de quienes -y no nos referimos a los autores de delitos leves- tanto daño ocasionaron y tanta repulsión generaron.
Por ello, siempre persistirá una resistencia lógica a que se deriven recursos hacia fines discutibles en lugar de destinarlos a satisfacer las necesidades de ciudadanos honestos pero desvalidos creándoles fuentes de trabajo y salvaguardando, sobre todo, a sus pequeños hijos.
Cuando se observan estas eventuales distorsiones se comprende, entonces, en su plena dimensión, -que incluye la percepción de que se han perdido estimables valores -la decisión de la empresa argentina de emplear gente honesta y trabajadora a fieles "Testigos de Jehová", una de las tantas corrientes religiosas y filosóficas que reflejan sus convicciones en la conducta digna y responsable de sus miembros.