Por qué no a la reelección

Varios y muy calificados ciudadanos extranjeros se muestran sorprendidos ante la actitud de algunos líderes políticos, de la mayoría de la opinión pública y de gran parte de la población oponiéndose a la reelección del Presidente de la República cuando ya se encuentra prevista en nuestra Constitución una especie de reelección, siempre que hubiere transcurrido un período de gobierno; se autoriza para los Intendentes Municipales sin ninguna traba y es un mecanismo pacíficamente aceptado en otros países democráticos. Una de las respuestas que puede darse a esa inquietud es que la reelección presidencial es contraria a la más sólida y firme tradición nacional.

Con respecto al Poder Ejecutivo, en el año 1930, la primer Constitución decía que "Las funciones del Presidente durarán por cuatro años; y no podrá ser reelegido sin que medie otro tanto tiempo entre su cese y la reelección", en un principio que mantuvieron las de 1918 (donde el plazo se elevó a ocho años), de 1934 (donde se volvió a los cuatro años) y que permaneció incambiado en las de 1942,1952,1967 y en la vigente. Justino Jiménez de Aréchaga sigue enseñando que el fundamento que lo inspira se encuentra en otros artículos de la misma Carta que tienden a garantizar la independencia de acción del electorado, evitando el empleo de la influencia oficial y en el entendido que el ejercicio continuado del cargo crea una psicología especialísima que no conviene a un régimen democrático. Y tan firme es esa convicción que la reelección diferida sólo fue aceptada en cuatro oportunidades a lo largo de los 187 años de vida institucional y con 44 Presidentes en nuestra historia. Y de esas cuatro oportunidades, tres correspondieron a la época en que el Presidente era designado por la Asamblea General: con Rivera entre 1830 y 1835 luego del mandato de Oribe; con Francisco Vidal en 1880, que renunció a los dos años, presionado por Santos, para volver a ocuparla en 1886 y con José Batlle y Ordóñez entre 1903 y 1907 , luego del mandato de Williman y una sola vez desde que la Constitución de 1918 dispuso que la elección estaría a cargo "directamente por el pueblo", como ocurrió con Julio María Sanguinetti entre 1985 y 1990 y luego del mandato del Dr. Luis Alberto Lacalle. Esa voluntad anti-reeleccionista fue ratificada expresamente por la ciudadanía en el año 1971, cuando el entonces Presidente Pacheco Areco intentó modificar la Constitución para lograrlo, en una elección y un plebiscito simultáneo -que fueron los primeros en los cuales rigió el voto obligatorio-, donde no alcanzó la mayoría necesaria al obtener un pronunciamiento favorable de sólo 491.680 uruguayos frente a 1.875.660 habilitados para votar.

Con respecto a los Intendentes, es cierto que la reelección está autorizada por una sola vez, pero no debe perderse de vista que ello fue establecido a partir de la Constitución de 1942; que tiene lugar en un ámbito departamental, de carácter más vecinal y que los aspirantes deben renunciar "con tres meses de anticipación, por lo menos, a la fecha de las elecciones".

Finalmente, se señala que la reelección es aceptada en otros países con sólidas democracias establecidas -lo cual es correcto, debiendo recordarse especialmente el caso de Franklin Roosevelt en Estados Unidos que fue reelecto cuatro veces-, en una comparación que, como ya se ha señalado, no puede independizarse de otro hecho y es que ello ocurre en países con regímenes parlamentarios y no en el de regímenes presidencialistas, como el nuestro.

El gran error, en el caso de Uruguay, es que quienes pretenden imponerla son también aspirantes a ser reelectos. Si se quiere cambiar la tradición, hay que promoverla para el futuro y para los Presidentes por venir, pero no para los que y por parte de quienes se encuentran ejerciendo el cargo. El Poder es demasiado peligroso para dejarlo mucho tiempo en manos de la misma persona y debe considerarse más prudente volver a los placeres de la vida común que permanecer mucho tiempo usufructuando la sensualidad de mandar.

Por eso estuvo bien el Presidente de la República al adelantar que no aceptaría ser postulado a la reelección, aunque estuvo mal, muy mal, en permitir que las versiones crecieran, regadas por sus propios partidarios y en cortarlas recién cuando el Partido Nacional le reclamó que se pronunciara.

Nuevamente, en vez de ir adelante de los hechos, se colocó detrás de ellos.

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