NUEVAMENTE volvemos sobre el tema. Ya no para reclamar como lo hemos hecho con insistencia que se legisle al respecto, sino para estimular a que una iniciativa legislativa del Poder Ejecutivo a través del Ministerio de Educación y Cultura tenga la receptividad que se merece en el Parlamento, aunque lamentablemente y como se verá, hay razones para el escepticismo. Se trata del delito de abuso de funciones que tal como está tipificado en el artículo 162 del Código Penal ha dado lugar a procesamientos tan resonantes como cuestionados. Dejamos constancia como lo hemos hecho en la serie de editoriales que le hemos dedicado al asunto que la culpa de esos procesamientos no la tienen los jueces. Es que la redacción de la norma vigente es de una amplitud tal que deja abierta una brecha considerable para la intelección de su inteligencia como para que se pueda introducir en ella con demasiada holgura la subjetividad del Magistrado. Sancionar al funcionario público por "actos arbitrarios" (que perjudiquen a la Administración o a los particulares y que no configuren otro delito de los previstos por el Código Penal) da pie a que se llame a responsabilidad penal por cualquier falta, por leve que sea.
DENTRO de esa franja con desmesurada separación entre piso y techo, alguna interpretación judicial puede, en la búsqueda del punto medio, encontrar el sentido común, pero otras que se aferren a la letra de la ley —y no es una crítica porque en materia represiva la interpretación literal de la ley da garantías— los resultados pueden contradecir el sentimiento de la sociedad cuya salvaguardia es precisamente el objetivo del derecho penal que instrumenta el castigo a su agresión.
¿Qué es el acto arbitrario? Es corriente confundirlo con el acto discrecional, porque en ambos casos estamos en el terreno de la actuación administrativa no reglada. Pero la arbitrariedad es algo más que la mera discrecionalidad: es un proceder no sujeto a normas, pero motivado por una finalidad espuria, es decir ajena a lo específicamente funcional. Por poner un ejemplo, un jerarca cualquiera de una repartición estatal suele tener discrecionalidad para regular el horario de trabajo de acuerdo con las necesidades de servicio, pero si a un funcionario de su dependencia le concediera un horario especial para facilitarle la concurrencia a la práctica de un deporte, o a un curso de enseñanza, o a cualquier otro menester que nada tenga que ver con la función, ahí estamos en el cambio de la discrecionalidad arbitraria.
Y de acuerdo a una interpretación literal de la norma legal, ese jerarca estaría incurso en el delito de abuso de funciones y podría ser procesado. Otros ejemplos —estos ocurridos en la vida real— son los de procesamientos que han tenido repercusión pública por manejos de fondos presupuestales previstos para un destino determinado hacia otro, sin que quien los dispuso haya obtenido para sí un lucro indebido. Algún caso puede ser más discutible que otro, pero en general las imputaciones de orden penal que se han formulado, aun sin controvertir la adecuación típica de las conductas al marco normativo, han parecido excesivas. Por eso mismo es que se hace necesario derogar o modificar el artículo 162 del Código Penal.
EN suma, allí en donde puede existir una responsabilidad política, o administrativa, no necesariamente debe imponerse la responsabilidad penal, y la redacción actual de la disposición mencionada induce a la equiparación y acumulación de esas responsabilidades. Por eso es que la iniciativa del Poder Ejecutivo es plausible en la medida que modifica más que la letra o la redacción el concepto mismo que debe estar en la esencia de este delito, puntualizando por vía de un agregado, que para que este se configure, el fin perseguido por el autor del abuso de funciones debe ser la satisfacción de su interés personal. Así, el sentido de la ley penal pierde las connotaciones draconianas que tiene hoy.
Pero como decíamos al principio, somos escépticos en lo que refiere al futuro de esta iniciativa. Aclaremos que no estamos enamorados de la solución que propone el Poder Ejecutivo. Puede haber otra mejor, entre las cuales no descartamos la posibilidad de la derogación lisa y llana del artículo del Código. De lo que no tenemos duda es que la ley así no puede quedar porque tal como está redactada es potencialmente lesiva de la libertad, del Estado de derecho mismo y si se le utiliza con ligereza o con mala fe puede convertirse en un instrumento letal.
LO curioso es que a nivel político todos coinciden en la necesidad de modificar o suprimir la norma, pero no bien se tuvo noticia de la propuesta, saltaron de inmediato las objeciones. Así algunas porque no fue objeto de consulta previa —como si el ingreso al Parlamento impidiera un debate del cual pueda salir después la solución que cuente con la mayoría; así otras porque este no sería el momento oportuno ya que hay ciudadanos que están procesados por abuso de funciones y no se debe legislar por razones de coyuntura. Esto último como se comprende es una ridiculez, porque el riesgo que haya procesados por determinados delitos va a existir siempre y no puede ser obstáculo para corregir una ley considerada peligrosa e innecesaria adaptando el derecho a las exigencias del valor justicia a cuyo servicio debe estar.
Pero no es casualidad que esta razón de oportunidad invocada para dejar las cosas como están, pese a admitir que están mal, la haya sacado de la manga la izquierda.