Sin necesidad de llegar a los extremos de una agresión física, un escándalo clamoroso o un hecho de sangre, los malos tratos (o los malos modales, si se quiere) están universalizándose por caminos más sigilosos y menos visibles que esos choques. El fenómeno puede percibirse en cualquier episodio de la vida diaria, desde la actividad comercial hasta los ámbitos de la enseñanza, donde las normas de urbanidad se desvanecen poco a poco en provecho de la crispación, el encono o la animosidad para establecer un diálogo, formular un reclamo o dar una simple respuesta.
Los viejos hábitos de compostura o las prácticas de formalidad van borrándose en las relaciones sociales, y en medio de esa transformación -que debería figurar entre los grandes rasgos de una profunda crisis cultural- poca gente advierte las consecuencias que tendrá.
El proceso opera como la caída de las pieles superpuestas de la cebolla, cuya falta despoja a esa raíz de sus capas protectoras, dejando la entraña a la intemperie. Sucede lo mismo cuando se pierden una a una las reglas de convivencia, desnudando la médula menos grata de la condición humana, esa zona donde se aloja la matriz de muchas formas de violencia, que salen a plena luz cuando el buen comportamiento deja de ampararlas.
Entonces queda en carne viva lo que solo la civilización puede recubrir, porque bajo ese manto ennoblecedor la gente está auxiliada por los beneficios de una educación sistemática, un cultura asentada y un reconocimiento de las reglas de conducta más aceptables, que de lo contrario se evaporan.
Lo peor es que al quedar pelada igual que aquel tubérculo, la naturaleza del hombre revela todos los males de su desnudez, porque en esas condiciones ya no es capaz de pulir su relacionamiento con el prójimo, entorpecido por la rispidez o las asperezas de trato que encuentra a su paso. Y al perturbar ese relacionamiento, que tropieza con muestras de desagrado o gestos destemplados, se pierde también la posibilidad de entendimiento entre las personas, el margen de comprensión ante los actos o las reacciones del otro, dado que la agresividad termina aplastando cualquier nota de ponderación y toda forma de consideración. Entonces la malla social empieza a rasgarse, convirtiendo lo que era armonía en algo cercano al conflicto, y anulando muchas posibilidades de integración, que se transforma en el proceso inverso, el de la discordia.
A esa altura, los hombres comienzan a olvidar igualmente el valor de la palabra como instrumento fertilizante del encuentro con los demás, la palabra como fórmula para destrabar un problema, la palabra como mecanismo prodigioso para superar diferencias, la palabra como recurso para sosegar al enardecido, consolar al desventurado, proteger al desvalido, asistir al ignorante o descifrar las razones del incomprendido. Porque la cordialidad va perdiendo su batalla contra la rudeza, y eso que parece un asunto insignificante es el origen de un desencuentro mayor, en el que se destrozan muchas posibilidades de convivencia y todo el enriquecimiento que podría aportar un trámite más correcto y sobre todo más fecundo entre los ciudadanos, las familias o las agrupaciones.
Con los malos tratos y los malos modales a la orden del día, el sector más ilustrado de la sociedad descubre qué era lo que lo salvaba de los riesgos de la violencia. Perdidos esos modales (que se apoyaban en una formación disciplinada y un rigor heredado), la vida colectiva queda tan desamparada como aquella raíz desprovista de la protección de su piel. Así pierde de paso toda estima por el medio que la rodea y por quienes lo habitan, favoreciendo en cambio los síntomas de la acidez y el malhumor general, que son la consecuencia natural de tal perversión. Y de esa manera se desemboca lentamente en una realidad que sólo resulta propicia para descomponer las relaciones a nivel individual o social, reducidas a la hostilidad del monosílabo, del silencio inamistoso, de la agresión o del rechazo.