Los buenos modales ayudan a la convivencia y permiten que la gente se entienda en sus asuntos cotidianos y en sus transacciones.
En la vida política, sucede lo mismo. Las buenas formas canalizan los desencuentros y los debates de manera civilizada y evitan que la sangre llegue al río.
En Uruguay eso se mantiene aunque a veces la pasión política nos pone al borde de un peligro que debe evitarse. No ocurre así en otras partes, donde la mejor estrategia para gobernar parece ser el insulto, la mentira, la calumnia, la agresión, el relato inventando.
Ese estilo prepotente, patotero y fabulador está causando incertidumbre y temor. ¿A dónde puede llevar tanta hostilidad? ¿Y por qué aquello que era considerado el modo adecuado de solucionar conflictos y bajar tensiones, ahora perdió sentido?
El régimen kirchnerista nos dio una muestra de este estilo. Tanto Néstor como Cristina usaron la prepotencia y la calumnia como herramienta para amedrentar a quienes pensaban distinto. Crearon un relato fantasioso para hacer creer que sus medidas convertían a Argentina en un mejor país. Eso no ocurrió y una sociedad desgastada y descreída optó por una alternativa que, con medidas opuestas, se expresa con una agresividad que supera la de Cristina Kirchner. Con ella creímos que lo habíamos visto todo. Sin embargo, había más.
El presidente Javier Milei supera todo lo conocido. Es un verdadero diccionario de palabras soeces dirigida contra sus adversarios y los periodistas independientes.
Con insultos de ese calibre, no hay marcha atrás y pone al insultado en una situación complicada. ¿Puede un periodista responderle con igual ordinariez nada menos que al presidente de la Nación?
A esta práctica se suma la de la mentira descarada. Sí, es verdad, los políticos son esquivos en sus dichos. No siempre mienten pero tampoco dicen toda la verdad; la contienda los presiona a ser ambiguos. Pero ahora la práctica es más grave y un caso patético, agudizado con las recientes denuncias de corrupción, es el del presidente del gobierno español Pedro Sánchez.
El reconocido periodista radial Carlos Alsina una vez le preguntó por qué mentía tanto. Sánchez respondió que no mentía sino que cambiaba de opinión. Aseguró en reiteradas ocasiones que jamás haría determinados acuerdos mal vistos, para luego hacerlos y así aferrarse a su silla.
Otro que aplica ese mismo estilo altanero, belicoso y torciendo relatos (llegó a decir que fue Ucrania quien empezó la guerra) es Donald Trump. Justifica sus mentiras diciendo que son “la verdad alternativa”. Su lenguaje es prepotente e imprevisible. A Canadá la amenazó, luego aflojó, para volver a asediarla. A Panamá le advirtió que podría llegar a quedar-se con el canal. Hace unos días amenazó con deportar a un candidato a alcalde de Nueva York, pese a que tiene ciudadanía legal y se crió en ese país.
La repetida sentencia de que determinados dichos “no resisten a un archivo” perdió vigencia. Por más que algún medio exponga contradicciones, a nadie le importa. Prueba de ello es lo que ocurre en Argentina. Pese a toda la evidencia, pese a lo investigado una y otra vez por diferentes fiscales y pese a sentencias confirmadas por varios tribunales hasta llegar a la Suprema Corte, sigue habiendo gente que insiste en la santa inocencia de Cristina Kirchner.
Ante tanta crispación, insulto y mentira es difícil gobernar en tolerancia y libertad y menos aún conducir con sabiduría y equilibrio las relaciones con otros países.
El Parlamento británico tiene una vieja tradición que define cómo se hace política en una democracia. Su sala no tiene forma de hemiciclo, sino que son dos bancadas enfrentadas y divididas por un ancho pasaje. A cada lado de ese pasaje corre una línea amarilla y cuando un parlamentario pide la palabra (lo hace de pie) no puede pasar de esa raya. La distancia que hay entre una y otra corresponde a dos personas con sus espadas desplegadas pero que no llegan a tocarse.
Ahí en el Parlamento, símbolo de la democracia, se debate, se intercambian ideas, pero nunca se combate. Ese es el sentido de la democracia. Hay reglas de juego que apelan al respeto y la tolerancia y donde al adversario se le reconoce su legitimidad de ser. Las hay en el quehacer político de cada país y las hay en el relacionamiento de unos países con otros. No son formalidades hipócritas, son reglas que canalizan tensiones y conflictos y garantizan la paz y la libertad de los ciudadanos.