El domingo pasado, el programa Santo y seña nos puso frente a un espejo desolador. El de una sociedad que ha desplazado el eje de la discusión pública hacia una cultura lumpen, donde un par de personas ignorantes e irresponsables pueden acaparar la atención ciudadana con mentiras y manipulaciones de baja estofa.
Porque ese es el resultado final del escándalo propiciado por Romina Papasso contra el precandidato Yamandú Orsi, así como también el que magnificó en el caso Penadés.
La eficacia periodística del equipo que lidera Ignacio Álvarez va de la mano de una comprobación inocultable: por diversas razones que confluyeron en la vergüenza ajena que todos sentimos el último domingo, la calidad de la agenda pública uruguaya ha caído a extremos inéditos de frivolidad y chabacanería.
Tal vez estemos influidos por el cholulismo vacío de la televisión argentina. Tal vez se trate de un dogma importado sobre temas de género que se pasó de la raya: debiendo ser un imperativo de respeto a las minorías sexuales y combate a toda forma de violencia y abuso, se ha convertido últimamente en un espacio institucionalizado para el ataque soez a la respetabilidad de las personas.
Parece que nadie estuviera a salvo de que cualquiera manche su reputación. A nivel del sistema de justicia, los secretos de presumario se filtran a la opinión pública a través de una fiscalía perforada por operadores políticos que fungen de periodistas, y por el cambalache indigno de las redes sociales. No todos los nombres oportunamente escrachados de la Operación Océano merecían tal escarnio, pero ya no habrá nada que les saque de encima esa lápida de oprobio.
La ley de violencia basada en género, que era imprescindible dada la gravedad de ese flagelo en nuestro país, incluyó un artículo francamente inconstitucional que contradice la presunción de inocencia.
Paralelamente, la agenda periodística prioriza el interés público de las noticias, y esto hace que, muchas veces, el espacio asignado a los temas verdaderamente importantes se resigne en beneficio de escándalos frívolos y escraches irresponsables.
Vamos mal, culturalmente muy mal.
En los años noventa se hablaba de la tinellización de la cultura: la revolución mediática que generó el exitoso productor argentino consistió en una apología de la ridiculización pública de personajes de la farándula y seres comunes. La vieja y honorable tradición uruguaya del “humor con distinción” de la generación de los hermanos Jorge y Daniel Scheck, mutó en la televisión de los 90 en la carcajada burlona a partir de la degradación y cosificación del prójimo.
Luego de una positiva reacción cultural, que revalorizó el rol de la mujer y de las minorías sexuales, el péndulo se fue al otro extremo: si la misma porquería es generada por una persona transexual, su sola condición la hace merecedora de atención y credibilidad. Aquellos que nos atrevamos a decir que esa persona es una mitómana psicopática, somos condenados a la hoguera alimentada por los dueños de la corrección política: nos tratan de prejuiciosos, machistas y retrógrados.
Pues bien, hay que decirlo fuerte y claro: de la misma manera que no debe discriminarse a la gente por su orientación sexual o identidad de género, tampoco debe venerársela como una víctima de la sociedad, con capacidad para elevar su dedo acusador contra cualquiera. Eso es lo que se llama igualdad ante la ley, una regla básica que muchos parecen no haber entendido.
Romina Papasso, Paula Díaz y compañía, no son meras protagonistas de un escándalo puntual, ya desmentido: constituyen el símbolo de una sociedad que deteriora sus valores culturales, sustituyendo el valor supremo de respeto a la diversidad por un oscurantismo chabacano en el que vale todo, aun hacer escarnio de las personas sin pensar en su dignidad ni en sus familias.
Esto es tan grave como el énfasis mediático puesto en esas operaciones espurias: los medios abandonan su misión de jerarquizar la comunicación y terminan amplificando y validando la estulticia generada en las redes sociales, por anónimos sedientos de fama.
Volvemos a lo del domingo pasado en Santo y seña: mirándolo positivamente, fue una valiosa reparación de reputaciones vilmente dañadas. Pero el medio vaso vacío es el de la demostración vergonzante del nivel de sótano de ciertos protagonistas del debate colectivo.
Está en nosotros abrevar en las bases de nuestra tradición cultural republicana, para barrer toda esa basura y poner las cosas en su lugar.