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Agitando fantasmas

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Cuando la gran mayoría de la sociedad ya no puede más de vivir con los ojos en la nuca, cuando la agenda política diaria de un país con mil urgencias, sigue marcada por temas de hace medio siglo, cuando no hay forma de explicar que sigamos debatiendo al ritmo de temas que el mundo enterró hace décadas, literalmente, y como reza el dicho, “parió la abuela”. Sí, hace por lo menos una semana que se nos ha impuesto como tema de discusión nada menos que el supuesto resurgimiento de la organización llamada Juventud Uruguaya de Pie (JUP).

Todo empezó hace dos semanas con una nota publicada en el suplemento cultural de este diario, sobre un libro acerca de esta organización, que dejó de existir en los años 70. A los pocos días, casi como un milagro, el periódico La Diaria publicó otra nota alertando sobre este peligroso grupo extremista paramilitar, que podría volver en cualquier momento. Y con el fervor de una profecía autocumplida, a los dos días aparece una pancarta en un liceo, supuestamente confirmando este “regreso”.

Como era esperable, todos los periodistas y medios se lanzaron con frenesí a analizar el fenómeno, dando por bueno lo que sin ningún tipo de evidencia concreta, afirmaban el sindicato de la educación pública y algún legislador comunista. Como siempre, la falta de mirada crítica por un lado, y la complicidad flagrante de otros, nos pusieron a bailar al ritmo de los que lucran políticamente con tenernos anclados en los años 70.

Primer punto. La JUP fue una organización conservadora, que surgió como reacción a grupos marxistas y de ultraizquierda del mismo tipo, que reinaban en la educación y los sindicatos en los sesenta. Su máxima influencia en la vida política nacional fueron un par de actos, y algunas peleas en liceos. No fue un grupo terrorista, no cometió acciones de violencia de significación masiva, y terminó desapareciendo sin hacer mayor ruido, un poco como surgió. Pretender convertirla hoy en una especie de organización paramilitar peligrosísima, que haya tenido una influencia central en la política nacional, es una falsedad y una ridiculez.

Pero peor que eso es tomar un cartel anónimo, como evidencia incontrastable del surgimiento de una ola de violencia derechista, que solo existe en la mente del diputado Núñez y de los dirigentes de Fenapes. Clamar como hacen estos operadores políticos, que hace falta poco menos que llamar al FBI para determinar quién pegó un cartel en la puerta de un liceo, como si estuviéramos ante la reaparición de una Al Qaeda criolla, es una tomadura de pelo.

Vamos a decir algo bien claro, para evitar las deformaciones tan propias de algunos actores políticos con mala fe. La JUP fue un producto de una época violenta que terminó (por suerte) hace décadas, y sus postulados y estrategias no tienen lugar alguno en el Uruguay del 2020. Si es que alguna vez tuvieron razón de ser, cosa más que dudosa.

Como pasa con demasiada frecuencia, la falta de mirada crítica de unos, y la complicidad flagrante de otros, nos pusieron a bailar al ritmo de los que lucran políticamente con tenernos anclados en los años 70.

Ahora bien, parece haber una estrategia peligrosa de grupos de izquierda, que no terminan de aceptar haber perdido el gobierno, y que buscan crear la sensación de una ofensiva violenta conservadora en su contra. Ya van dos o tres episodios donde la dirigencia del Frente Amplio y algunos gremios denuncian ser víctimas de violencia política, y que luego se termina probando sin lugar a ninguna duda que fueron episodios que nada tenían que ver con eso.

No es por entrar en la misma dinámica, tan propia de esa demonizada “teoría de los dos demonios”, pero hay diferencias que llaman la atención. Mientras todos los medios y comunicadores están con la presión alta por la amenaza a la democracia de un cartel en un liceo, hace pocos días los dirigentes del MPP hicieron un acto reivindicando flagrantemente un acto de violencia, donde murieron muchos uruguayos. Como si eso fuera poco, registraron la vieja marca MLN en la Corte Electoral (por razones patrimoniales según el diputado Sánchez). Y no solo se niegan a identificar quiénes integran la dirección de ese grupo, sino que no terminan de renegar de la lucha armada o piden disculpas por sus acciones que dejaron decenas de muertos.

El país no puede caer en esa trampa. En el Uruguay de hoy no hay lugar para la violencia política, y no hay ninguna señal realista que permita siquiera sospechar que eso pueda estar por ocurrir. Lo que hay es un grupo de operadores y manipuladores de la opinión pública, que lucran de mantenernos alejados de los temas realmente centrales para la sociedad actual, y hundidos en discusiones estériles que no llevan a ningún lado.

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