Rodrigo Rial | Montevideo
@|Uruguay necesita desprenderse, de una vez por todas, de ese viejo mito que dice que cuando Argentina estornuda, nosotros nos enfermamos. Porque aunque lo repitamos como broma, lo cierto es que seguimos mimetizando sus crisis, sus liderazgos fugaces y hasta sus modas políticas.
Hoy, ese contagio viene disfrazado de “revolución por la libertad”. Jóvenes, muchos de ellos votando por primera vez, proclaman con fervor su desencanto con los partidos históricos, con la política tradicional y con las instituciones del país. Ese malestar puede entenderse. Pero lo que no puede aceptarse —ni mucho menos aplaudirse— es que, en lugar de canalizarlo con ideas propias, se limiten a reproducir una copia desdibujada de un personaje argentino que no representa ni nuestra historia, ni nuestra institucionalidad, ni nuestra cultura política.
Lo que proponen no es un proyecto. Es un personaje. No es una corriente de pensamiento, es una mímica. El fenómeno Milei ha sido importado como si fuera un modelo universal, pero lo que se repite es un diagnóstico para otra enfermedad: la situación argentina, no la uruguaya. Lo que se copia son sus gestos, sus eslóganes y su pose de outsider incendiario. Les interesa más el estilo que el contenido, más la motosierra que la república.
Y conviene dejar algo claro: esto no es una crítica al liberalismo. Es una defensa. Porque yo también soy liberal. Pero del liberalismo real, el de los pies en la tierra. El que cree en la libertad como principio rector, pero no como consigna vacía. El que reconoce al Estado como necesario en su justa medida, no como enemigo por definición. El que construyó repúblicas, no el que las dinamita en cámara.
Los que hoy se autodenominan anarcocapitalistas no están llevando el liberalismo a su expresión más pura. Lo están vaciando de contenido. Lo convierten en una caricatura utópica, igual de simplista y dogmática que aquellos populismos de izquierda que tanto critican. Cambian la bandera, pero no la lógica: creen que los problemas complejos se resuelven con soluciones sencillas y una frase viral: “achicar el Estado” para que todo encaje.
Pero no hay país serio que funcione sin instituciones sólidas, sin justicia independiente, sin Estado profesional.
Nos quieren hacer creer que cualquier defensa de lo institucional es tibieza. Que toda mesura es traición. Pero la verdad es que gobernar exige equilibrio, no exaltación. Y que construir libertad requiere más cabeza que volumen.
Uruguay no necesita imitadores. Necesita liberales con pensamiento propio. Con apego por la historia nacional. Con sentido de república. Lo otro, lo que se nos ofrece como renovación disruptiva, es puro ruido. Y si el liberalismo se convierte en espectáculo, pierde su esencia. La libertad no se grita: se construye. Y no con una peluca, sino con ideas.