La Pulga en la Oreja | Montevideo
@|La calle hervía. Banderas al viento, bocinas desafinadas, niños en hombros, tambores que retumbaban en la noche como si anunciaran la llegada de un nuevo Mesías. Había ganado el Frente Amplio. Otra vez. Y allí estaba ella, chiquita, persistente, casi invisible: la Pulga en la Oreja, paseando entre los festejos, metiéndose donde nadie la invita pero donde todos deberían escuchar.
Primero vio al militante histórico, con el pañuelo del 26 colgado al cuello y los ojos brillosos como en aquel lejano 85. Gritaba “¡viva el Frente!” como quien grita “¡viva la vida!”. La Pulga le susurró: “Hermano, tu fe es digna. Pero… ¿a quién votaste hoy? ¿Al sueño de Líber o a burócratas que se reparten cargos?”
Él no respondió. Apretó el puño. Pero dudó.
Más allá, la Pulga saltó al oído de una joven progresista urbana, vestida con glitter y discurso inclusivo. Ella bailaba y posteaba: “ganó el amor”. “¿El amor al poder?”- preguntó la Pulga-. “¿O el amor a que todo siga como está, aunque el pueblo esté quieto y el Estado gordo?”.
La joven frunció el ceño, pero no apagó el celular.
Cruzando la avenida, un hombre abrazaba a sus hijos con un cartel de “Cooperativa de Vivienda XXX”. Lloraba. “¿Llorás por gratitud? -le picó la Pulga-. “¿O por miedo a que, si gana otro, te corten los beneficios?”.
El hombre no dijo nada. Apretó a los niños, como quien aprieta una promesa.
En la esquina, un grupo de adolescentes fumaba y reía. Una de ellas llevaba una remera con la cara del Che. “¿Sabés quién fue? -preguntó la Pulga-. “¿Y sabés que mató por ideas que hoy no resistirían un minuto de debate?”.
La chica hizo silencio. Y siguió cantando “el pueblo unido”.
Detrás de un cartel, la Pulga encontró al funcionario público, con su sindicato y su discurso ensayado. “¿Te importa el país o tu puesto? -dijo la Pulga-. “¿Defendés el bien común o tu comodidad?”.
El hombre respondió con gritos y eslóganes. Pero temblaba un poco.
Cerca del estrado, la Pulga reconoció a un viejo conocido: el sindicalista profesional, camisa arremangada, voz gruesa, sonrisa de asado pago. Aplaudía sin parar. “¿Cuántas marchas hiciste para cuidar al trabajador, y cuántas para asegurar tu lugar en la mesa del poder?” -le picó la Pulga-. “¿Defendés al obrero o al partido que te promete ministerio?”.
El sindicalista bajó la vista. Pero sólo por un instante. Sabía que la fiesta no era por ideales… sino por influencias.
Pasó entonces a un grupo silencioso: los anti-derecha viscerales. Esos que votan al FA como quien echa un balde de agua en la hoguera de su rabia. “¿Y si lo que odiás es solo el espejo de tus propias frustraciones?”, dijo la Pulga.
Nadie respondió. Porque odiar es más fácil que pensar.
En la rambla, la Pulga vio a los clientelistas, brindando con vino barato y abrazando a su referente. “¿Sabés cuánto cuesta tu cargo al país? ¿Y cuánto te importa si se cae todo mientras vos cobres?”. Rieron. La Pulga se fue. No hay más sordo que el que vive del silencio.
Y así, mientras la noche se teñía de rojo y promesas, la Pulga en la Oreja se subió a un mástil, mirando la fiesta como quien ve un truco bien armado. Y gritó, aunque nadie la oyera: “El triunfo no es de la gente. Es del aparato. Y mientras sigan votando por miedo, costumbre o conveniencia, el futuro será un círculo. Repetido. Viciado. Inmóvil”.
Pero no desesperó. Porque ella, pequeña pero incansable, sabe que tarde o temprano, hasta en la cabeza más cerrada... pica la duda.