Gustavo Penadés se encuentra detenido por veintidós delitos. Su arresto supuso un escándalo de sábanas para la colectividad uruguaya, no muy preparada para este tipo de sucesos. Cargados además del desafío de sus implicancias políticas. De todos modos admite antecedentes, uno de los cuales la cercana renuncia de un anterior vicepresidente de la República. Aquí el legislador, no pudo manejar su condición de pedófilo -atracción sexual hacia los menores de edad- y esa incapacidad que aparentemente mantenía desde hace años, le impidió contener sus impulsos. Las repercusiones de lo sucedido son tristes puesto que Penadés se manejó durante los últimos cinco quinquenios como un muy dotado político, capaz de dedicarse en el Parlamento uruguayo a las complejas relaciones inter partidarias. De últimas se trata de la repetición de los frecuentes escándalos parlamentarios que han venido, durante los últimos dos siglos, azotando naciones, y dan cuenta de la difícil relación entre virtudes y pecados privados en la actuación pública. Más víctimas ha hecho el vicio que la espada.
A esto se suma que la democracia, más o menos vigente durante los últimos cien años, tiene como uno de sus fundamentos transparentar los vínculos entre los operadores políticos, haciendo más sencillo que las peripecias de la vida personal terminen emergiendo en el escenario público. Un fenómeno que la globalización socio cultural y las redes sociales amplifican de modo incesante. En algunos aspectos para bien, en tanto impiden el secretismo nimbado de escándalos en las relaciones personales y en otros para muy mal, en la medida que amplifican y difunden la incalificable hostilidad que un conjunto de seres humanos puede sentir hacia otros.
Tampoco puede obviarse, aunque pueda resultar contradictorio, que en tanto la liberalización de los modos de vida privados, incluyendo los sexuales, ha habilitado que aquello que en el pasado fuera visto como intolerable pecado, hoy haya ingresado con fanfarrias del lado de la legalidad y su prohibición sea visto como un ataque a la libertad humana. Basta recordar el sonado caso de Oscar Wilde en Inglaterra, a fines del siglo diecinueve, preso por homosexual, para diferenciarlo del actual caso Penadés. No en todo tan distinto.
Es probable que gran parte de lo ahora sucedido se reduzca en realidad a la edad de las víctimas (¿tenían doce o diecisiete?) y a la existencia o no, de remuneración por sus servicios. Lamentablemente fuera del cotilleo, ignoramos tanto su edad cronológica, su moralidad y su número, como la posibilidad o no, que se comunicaran entre ellas. Tampoco sabemos si mantenían opciones de género no binario o una suerte de subcultura pedófila, con antecedentes en este terreno, de la que probablemente no estuviera lejos el formalizado Mauvezín. Hoy la clave jurídica parece estar en la calidad de menores de las víctimas y por tanto en su absoluta irresponsabilidad legal, pero fuera de esa barrera, poco sabemos sobre ellos y sus actividades, excepto que no suelen ser héroes. Entre tanto no parece adecuado que un problema clínico como el que atraviesa el legislador se convierta en una disputa social con derivaciones político partidarias. Es hora de reflexionar y guardar las uñas.