Personal, pero de orden público

Me impresionó hondamente la columna “Gloria y pequeñez” escrita por el Director Martín Aguirre. Me impactó la gravedad de lo que denunció: a las conferencias con que El País inició su celebración de los 200 años de la Declaratoria de la Independencia, invitó al Poder Ejecutivo y al Poder Legislativo, pero del Frente Amplio “ni uno fue”.

Me conmovió la diferencia entre el diario libre y abierto que recoge fielmente los dichos de tirios y troyanos -y que abre sus columnas blancas a batllistas como yo- y un elenco de gobierno que, con su ausencia masiva, marca a fuego su cintillo partidario en el anca de una conmemoración de la República: que, por definición constitucional, es “la asociación política de TODOS los habitantes de su territorio”.

Y me estremeció algo más: al señalar que quien asume un cargo “ya no representa solo a su ‘barra’, sino que debe alternar con todos porque es una autoridad nacional”, la nota subraya que las instituciones deben reunirnos por encima de diferencias y maneja ejemplos que evidencian la memoria de quien siente por dentro los dolores ético-políticos de la vida institucional. En su rotundidad, expresa a la persona entera que reclama fraternidad entre adversarios como base de la libertad.

Eso que brota de las entrañas, que forja convicciones y que proyecta al ser de adentro a afuera, nos hace falta en la prensa y en todas las actividades de la vida, que necesitan no sólo datos, dinero y marketing, sino alma y espíritu: persona que sienta, vibre y diga. Es un requisito indispensable, que no está de moda. Por eso, cuando lo vemos reaparecer con fuerza, lo recibimos con el júbilo de los grandes reencuentros: porque nos confirma que, tras el caos y la desorientación, vuelve a asomar la luz de las individualidades firmes.

Y eso ocurre tanto en la vida pública como en intimidades que no son noticia. Vaya un ejemplo, que la vida nos trajo en el pasado fin de semana.

Un modesto matrimonio de trabajo pasó las de Caín porque uno de sus hijos fue a parar una y otra vez a la cárcel por robar para drogarse. Hurtó a los padres, a un hermano, a los vecinos. Y con eso, se autoexcluyó de todos.

Hace un mes volvió a salir de la cárcel. Le pidió perdón al hermano y el hermano lo perdonó. Le pidió perdón a los padres y los padres lo perdonaron. Se puso a trabajar. Afirmó haber aprendido las lecciones del extravío.

El domingo, los padres, por primera vez en 10 años, pudieron reunir en un asado a todos sus hijos. ¿Fiesta de unas horas que la vida atropella? No, alegría de los siglos por la capacidad de recuperarnos que tenemos los humanos, si no nos encerramos en nosotros mismos a recocinamos en nuestra propia salsa, si nos asomamos a la vida y nos abrimos sin rencor a lo que vendrá.

En estos gestos, que en silencio reconstruyen familias, también asoma la luz de las individualidades firmes. Es con los gritos de la conciencia que se reconstruyen vidas, se tuercen destinos, se derrotan datos y se alza la mirada hacia ideales que nos hermanan.

Venimos de una larga época en que se idolatró la objetividad de los grandes números y se menospreció la subjetividad de lo íntimo. A la vista de los resultados, es tiempo de darnos cuenta de que la República se funda en la persona y la persona se apoya en lo que lleva adentro.

Por eso, para la libertad y la fraternidad la grandeza de lo personalísimo es el cimiento del orden público.

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