Al salir del estadio de Huracán Buceo, el presidente Orsi anunció el propósito de crear un Ministerio de Justicia.
Declaró: “Por lo menos tres partidos se habían propuesto hacerlo. Se le va a dar la vuelta, porque está en sus programas. Pensé y espero que sea una propuesta de ellos. Ojalá consigamos un acuerdo. Todo se conversa.”
Sí señor presidente, todo se conversa y los votos siempre se pueden apalabrar. Pero en materia de justicia y Derecho, ni la consecución de los votos ni la figuración en programas políticos garantizan que las iniciativas sean pertinentes y merezcan impulsarse.
A la experiencia nos remitimos: la ley 19.293, Código del Proceso Penal, se aprobó a fines de 2014 con pleno respaldo de los partidos y gloriosa unanimidad legislativa. Antes que entrara en vigencia, hubo que remendarla 14 veces. Aplicado desde 2017, el Código es un fracaso. Hoy no admite más zurcidos, como parece estarse buscando. Hay que reemplazarlo entero, desde su artículo 1º, que, en vez de sentar un principio, empieza ridículamente por negativa: “No se aplicarán penas ni medidas de seguridad sin una sentencia ejecutoriada…”
Por tanto, está demostrado que ni “darle la vuelta” ni conseguir la unanimidad aseguran nada. Por una razón simple: los temas de Derecho Público deben empotrarse en la roca de los principios, que en el Uruguay se fundan en la persona y el sistema democrático-republicano.
Así lo establecen los arts. 72 y 332 de la Constitución.
Y ya que evocamos antecedentes: ¿puede la República aceptar sin vómitos un Ministerio de Justicia, cuyo único precedente nacional fungió en la dictadura? ¿Le será políticamente sano al Poder Ejecutivo embarcarse en resucitar a semejante espectro? En este gobierno con declarada cabida sindical, ¿se tiene presente que en los Juzgados hay letreros en que la Asociación de Funcionarios Judiciales rechaza frontalmente la iniciativa?
Mucho más urgente que revivir ese fantasma con un collage de retazos -cárceles, registros, manejos administrativos varios- es restituirle al Poder Judicial las facultades constitucionales que le rebanó nuestro malhadado remedo del proceso anglosajón.
Mucho más importante es devolver a las fiscalías su misión de guardianes de los derechos en los procesos civiles. De ellos se las sacó para enmaridarlas con la policía, voceando la promesa de cercanía con las víctimas.
Ese anuncio se incumple hasta el escarnio. Hoy en las comisarías las denuncias se vuelcan a un sistema informático, nadie abre el acceso a fiscal alguno y el denunciante debe seguir un NUNC en página web, sin recibir más consuelo que el de la buena voluntad que tenga el escribiente que lo recibe. Con lo cual las promesas de eficacia solo sobreviven en los lemas que se pintaron en el edificio central de la calle Paysandú, mutadas de propaganda a acusación.
Ya es bastante desgracia haber descoyuntado el proceso penal y haber reemplazado el poder y el secreto de los Jueces de Instrucción por la comidilla y el recelo político que deplorablemente merodea ahora a los fiscales.
Por todo eso y mucho más, entiérrese el despropósito. No insistamos en la manía nacional de cambiar nombres y competencias agrandando costos, para que con otras ropas y otros sellos de goma se hagan las cosas cada vez peor.