Muchos de quienes expresaron su frustración tras el resultado electoral, sostuvieron que se estaba perdiendo “la batalla cultural” y era necesario prepararse para darla. ¿Qué significa lo de la “batalla cultural”? Con esta pregunta cierro mi ciclo de columnas sobre el “día después” electoral.
Existe en Uruguay y en otras sociedades, una visión hegemónica de cómo encarar la vida cotidiana, la cultura, la literatura, el arte, el periodismo y lo académico. Esa visión está contaminada por una lectura de izquierda, mayormente marxista y a la que se le agregó lo de la “nueva agenda”. Si bien los regímenes comunistas que tiranizaron a sus pueblos fueron cayendo, se mantuvo vigente una forma de entender la realidad que sigue adherida a esa visión y a la cual se le añadieron nuevas causas.
Esto alimentó las llamadas “roscas culturales” en las que quienes piensan parecido se sienten acogidos y protegidos, mientras que a los demás se los excluye o se los boicotea. Los trabajos (artísticos, literarios, académicos) de quienes forman parte de esas roscas se promueven y prestigian. Los partidos de izquierda actúan como agencia publicitaria para los que son sus fervientes afiliados.
Quien promovió esta estrategia fue el pensador comunista italiano Antonio Gramsci, que sostenía que para estimular el proceso revolucionario había que controlar las expresiones culturales. Gramsci no fue el único. En el siglo XX se puso de moda en los medios periodísticos la idea de sus grandes directores (de centro o de derecha) de que la sección política debía encararse desde una visión de centro derecha, la sección económica desde la derecha liberal y la cultural desde la izquierda. Eso atraparía lectores y otorgaría respetabilidad. Desde Henry Luce con su revista Time hasta Jacobo Timerman con Primera Plana en Argentina, ese fue el concepto dominante. A los pensadores, novelistas, poetas, dramaturgos y pintores liberales, de centro o de derecha se los ninguneaba. Sigue sucediendo incluso acá y con medios de tradición.
Ninguna hegemonía ni ninguna rosca cultural tiene el poder de lavarle el cerebro a la gente. Pero su influencia no es despreciable. En esta región los historiadores impusieron, con relativo éxito, un relato sesgado no solo sobre la historia reciente sino sobre la que se remonta siglos atrás. Es tal la carga ideológica que hacen sentir culpa a quienes desde una investigación independiente y de sentido común, muestran que la realidad fue otra.
A eso se suma “la cancelación”, una desvergonzada mordaza para acallar a aquel que salga, aunque sea unos milímetros, de la llamada “corrección política”. Es un intento exitoso de imponer en países democráticos una única y dogmática manera de entender la economía, el sexo, el género, la religión, el feminismo. Hay que eliminar cualquier otra lectura. Se ataca a gente convencida de que las mujeres no deben ser discriminadas y que los gays y trans tienen los mismos derechos y libertades que los demás, pero no usan los argumentos surrealistas y sin sustento científico que es obligatorio acatar.
La pregunta es cómo contrarrestar esta ofensiva. Un sector muy enojado sostiene que debe cambiarse radicalmente una realidad envenenada y para eso no hay que andarse con chiquitas. Surgen así quienes reprochan al gobierno saliente de una tibieza que la ven como un vicio típico de la política. Presentan batalla desde la antipolítica y el antisistema.
Desprecian la democracia liberal y republicana y no aceptan que, más allá de sus defectos, los políticos en su rol constitucional siguen siendo la garantía de nuestras libertades. Estas voces se multiplican en las redes, tienen efecto y también “cancelan” sin reparos.
Un partido que predica en esa línea (el de Salles) colocó dos diputados en el Parlamento. Una novelista de cierta popularidad, asume un liderazgo personal para proclamar tesituras antisistema y al igual que las roscas, los que no coinciden con ella son el demonio. Desde lo que sería una posición de izquierda, un columnista afirma similares tesituras.
El radicalismo histriónico (cuando no histérico) del presidente argentino Javier Milei es tomado como modelo. Si ese es el camino a tomar para dar la batalla cultural, vamos mal. No se trata de hacer alarde de antipolítica. Parecerá radical, pero es paralizante e intolerante.
No se cuál es el mejor camino para lidiar con los que hegemonizan la cultura. Pero debe hacerse desde una visión liberal, que dé espacio a los descastados por la “rosca” pese a sus talentos. El radicalismo que ahonda la grieta no lleva a nada. En una reciente columna, Álvaro Ahunchain transformó en positivo el calificativo de “tibio”, que era usado con sentido peyorativo. Luchar esta buena lucha corresponde a los “tibios”, a los genuinos liberales, tolerantes y abiertos. Crean, reflexionan, escriben y pintan con cabeza propia, sin dogmas, libres, independientes, “orejanos” como el poema de Serafín J. García. Siempre orejanos.