LUCIANO ÁLVAREZ
En marzo del año 313 los emperadores romanos Constantino y Licinio publicaron un edicto de tolerancia religiosa universal, el llamado Edicto de Milán, primer paso hacia el definitivo triunfo del cristianismo, luego de tres siglos de persecuciones. A esa altura el pequeño grupo que había rodeado a Jesús de Nazaret se había convertido en una inmensa organización instalada en todo el imperio. Constantino tenía un especial interés político en su integración a la sociedad imperial: contaba con ella para imponer el orden, la uniformidad y el control central.
Sin embargo, los cristianos estaban lejos de la sencillez doctrinaria y de vida de sus orígenes. Su teología se había complicado y las disputas eran salvajes. El complejo dogma de la Trinidad solía estar en el centro. Si bien desde muy temprano se había impuesto la tesis de un Dios compuesto por tres entidades -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, los problemas surgían a la hora de definir el estatuto de cada una de ellas. Cada intento arriesgaba convertirse en herejía. Quien pensara a las tres Personas como "aspectos" de un único Ser, caía en la herejía Sabeliana; quien sostuviera que fue el Dios Padre quien se encarnó en el Jesús físico y por ello padeció sus sufrimientos, era un Patripasiano; Nestoriano era quien afirmara que María era madre solo de lo que había de humano en Jesús. Los docetistas pensaban que el cuerpo humano de Cristo era un fantasma, sus sufrimientos y su muerte no eran más que una apariencia.
En el 390 Filasterio, obispo de Brescia, recopiló una lista de 156 herejías por entonces activas y florecientes.
La mayoría de ellas tenían asiento en el Oriente griego y en el norte de África y no se limitaban a agudas disquisiciones teológicas si-no que toda la población se involucraba apasionadamente. El obispo Gregorio Nacianceno decía: "Si pedís el precio de una hogaza a un panadero, contestará: `El Padre es más grande y el Hijo es inferior.` Y si preguntáis si está listo vuestro baño, el servidor os dirá: `El Hijo fue creado de la nada.`" Barrows Dunham relata "antagonismos titánicos, retórica brutal e intrigas increíblemente complicadas. […] En el Concilio de Cesarea (333), presentaron al gran Atanasio una mano que se decía ser del obispo Arsenio, acusándole de ser él quien le había mutilado y quitado la vida. Pero, […] Atanasio, que había conseguido la amistad de Arsenio, fue capaz de hacerle aparecer en medio de la Asamblea, vivo, con buena salud y en posesión de todos sus miembros. Nunca se llegó a saber de quién era la mano cortada."
Los monjes -en su mayoría provenientes de las clases bajas- constituían una fuerza de choque que divulgaba las posiciones doctrinarias predicando en términos simples y reduciendo a lemas efectistas las complejas formulaciones de los teólogos. Tampoco rehusaban la violencia. "Se los llevaba en bandas a los Concilios para forzar a los delegados hostiles y tratar de influir sobre el resultado", dice Paul Johnson. Cuando se dictó el edicto de Milán, la herejía arriana sacudía los cimientos del cristianismo.
Arrio (256-336) era un presbítero de Alejandría que promulgó una tesis que rompía el equilibrio trinitario: "Si el Padre engendró al Hijo, el que fue engendrado tuvo un principio de su existencia; de aquí la evidencia de que existiera cuando todavía el Hijo no existía. Se deduce, pues, necesariamente que vino a su existencia de la no existencia." Dicho de otro modo, el Padre precedía al Hijo y por lo tanto Jesús era inferior al Padre. El enfrentamiento se resumió en dos palabras griegas: homoousios y homoiousios. El paciente lector puede ver que, al deletrearlas, la diferencia consiste en una simple "i" (o iota), pero su significado era radicalmente diferente y no debe menospreciarse dicha diferencia.
Barrows Dunham recuerda que el adjetivo griego homoousios significa "el mismo que" o "idéntico que". "homoiousios" (el que tiene iota) significa "como", "semejante" o "que tiene un parecido con". De modo que para Arrio y sus seguidores, Jesús no era de la misma naturaleza que el Padre, subrayando su aspecto humano por sobre el divino.
El emperador Constantino aborrecía las discusiones doctrinarias que solo traían desorden a una Iglesia que debía reflejar lo mejor del imperio, "la armonía, la serenidad, la multiplicidad en la unidad". Consecuentemente convocó, financió y asistió a un concilio en la ciudad de Nicea, cerca de Constantinopla, en el año 325 (20 de mayo al 25 de julio). No era el primero, pero sí el más grande hasta ese momento. Asistieron dos mil cuarenta y ocho personas, de las que trescientas dieciocho eran obispos. "Varios de los presentes habían sufrido cárcel, tortura o exilio poco antes, y […] algunos llevaban en sus cuerpos las marcas físicas de su fidelidad", recuerda Johnson.
Arrio no tuvo derecho a participar del concilio, por no ser obispo, de modo que su tesis fue defendida por Eusebio de Nicomedia. Cuando la expuso se escucharon los gritos de " ¡blasfemia!", y "¡herejía!", algunos presentes le arrancaron su discurso, y lo pisotearon. En conclusión, se decidió tomar una antigua profesión de fe, el llamado Credo de los Apóstoles, y agregarle una frase explícita que aún se utiliza en la liturgia: "Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre."
Sin embargo Arrio no solo era una inteligencia notable, era un dirigente extraordinario, con gran atractivo popular -había vertido sus principios doctrinarios en canciones-, de modo que el arrianismo se mantuvo activo durante siglos, tuvo arraigo en vastos sectores populares del Oriente y conquistó a los pueblos bárbaros que estaban ingresando al imperio: Los lombardos, visigodos y francos que ocuparon Italia, España y Francia. Incluso Johnson afirma que su vigencia explica la facilidad con la que, siglos más tarde, el Islam fue adoptado en aquellas tierras, puesto que la fuerza de la atracción popular musulmana, […] desterró toda incertidumbre acerca de la unicidad y la naturaleza de lo divino."