Antonio Mercader
Entre los manifestantes que ayer recordaron el 16º aniversario de la tragedia del hospital Filtro pocos saben que uno de aquellos tres extraditados, Luis Lizarralde, abandonó para siempre la banda terrorista ETA. Lizarralde, preso en la cárcel alavesa de Nanclares de Oca, y condenado a 74 años de cárcel por dos asesinatos, es uno de los seis etarras que firmaron este año una carta en donde renuncian a la violencia.
Junto con Jesús Goitia y Miguel Ibáñez, Lizarralde protagonizó una huelga de hambre en protesta por la extradición concedida en 1994 por la justicia uruguaya. Una sentencia cuyo cumplimiento fue resistido por una multitud reunida en las cercanías del Filtro. En los violentos choques con la policía pereció Fernando Morroni y decenas de personas resultaron heridas, razón por la cual varios agentes resultaron procesados.
Llevado a Madrid en un avión militar español, Lizarralde fue juzgado por el asesinato del teniente coronel José Luis de la Parra y penado con 32 años de cárcel. Meses después, tras un segundo proceso, se le agregaron 42 años de prisión por el asesinato del guardia civil Luis Miranda. En ambos casos se probó alevosía. Sus dos compañeros de extradición, Goitia e Ibáñez, también fueron hallados culpables de varios homicidios.
Vista la renuncia a la ETA "por voluntad propia" de Lizarralde, lo ocurrido en el Filtro aquel 24 de agosto va resultando cada vez más absurdo sobre todo ahora que se sabe -revelaciones de Jorge Zabalza mediante- que los tupamaros alentaron aquella asonada por solidaridad con los terroristas etarras. Muchas de las víctimas de la represión de entonces creyeron a pies juntillas lo que líderes políticos y sindicales de izquierda les decían: que los tres extraditables eran inocentes, que en España los iban a torturar y que había que impedir, de cualquier manera, que se los llevaran.
En aquel momento, a diez años de recobrada la democracia, nadie esperaba una algarada de ese tenor con civiles que dispararon armas y lanzaron "cócteles molotov" contra la policía y las ambulancias. Según Zabalza, desde el interior de una camioneta Combi, la plana mayor del movimiento tupamaro dirigió las operaciones de "jóvenes radicales deseosos de tener su bautismo de fuego".
Por cierto, esos radicales eran minoría entre las miles de personas allí congregadas, muchas de ellas convencidas de que se cometía una injusticia con tres perseguidos políticos a los que Uruguay debía darles asilo. Gente que creyó en su inocencia y que temió por sus vidas a raíz de la huelga de hambre y de sed que parecía ponerlos en peligro de muerte.
Luego vino el desengaño. Se los vio llegar a Madrid demasiado saludables para tantos días sin comer ni beber. Juzgados con todas las garantías, dos de ellos recibieron sentencias por homicidio en aquel momento, en tanto el restante, Miguel Ibáñez, fue liberado por falta de pruebas, luego recapturado y condenado el año pasado por asesinato.
Ninguno de los tres era inocente y hoy uno de ellos ya no es de la ETA. Lejos quedaron los uruguayos con su muerto, sus heridos y una sensación de haber sido engañados que se acentúa con el tiempo.