La publicación por parte del MEC de un video extravagante, con jóvenes travestidos, puntapiés a muñequitos de plástico y jugueteos de porno shop, fue una de las tormentas de la semana pasada.
La polémica que desató puso de manifiesto la ausencia total, trágica, de una mínima jerarquización conceptual sobre política cultural, tanto del gobierno como de la oposición.
Porque si bien es cuestionable que el Estado patrocine una expresión artística que debería existir en la vereda de enfrente de todo beneplácito oficial, esa falencia no dejó de ser un hecho puramente anecdótico.
La verdad es que me dio gracia el video de "respuesta" de los performers, tomándose a la risa tanto revuelo político y mediático. Aunque personalmente no comparta la estética de la vulgaridad, no creo ser quién para levantar mi dedo acusador contra el que la proponga, entre otras cosas porque reivindico la libertad del artista de crear lo que quiera, satisfaga o no los parámetros moralmente aceptables de su tiempo. Acá se aplica aquello de que la culpa no es precisamente del chancho. ¿Pero por qué decimos que esta fue una falencia menor, sobre la que no se debió cargar las tintas? Porque ese mismo día se anunció un hecho realmente preocupante: el cine teatro Plaza, un bastión de la cultura que supo albergar a artistas como Caetano Veloso y Fernando Cabrera y a eventos como Montevideo Comics, reabrirá sus puertas convertido en una tiendita de milagros. Ese debería ser el tema de debate. Que el Estado no haya tenido la capacidad de evitar la demolición del edificio Assimakos, dejando que un particular destruyera en un fin de semana, y a cambio de una módica multa, una gran obra de Caprario, o que no haya podido impedir que la casona del diario El Día mutara en emporio de maquinitas tragamonedas, o que no pueda evitar ahora que un templo de la cultura sea apropiado por mercaderes de la superchería, habla claramente de una renuncia a su misión de preservar, proteger y difundir su mejor acervo.
Cuando hace unos años se habló de que el Plaza caería en manos de un grupo religioso, recuerdo que los únicos integrantes del gobierno que dieron la voz de alarma fueron Gustavo de Armas y el entonces director de cultura de la Intendencia, Héctor Guido. No puedo olvidar a un jerarca del MEC que restó trascendencia al tema, comparando la suerte del Plaza con la de las canchas de pádel… Es difícil hacer entender a muchos políticos que invertir en infraestructura cultural redunda directamente en un mejoramiento de la convivencia. El intendente de Colonia, Carlos Moreira, lo tiene bien claro, y es destacable que en su gestión haya remodelado los teatros Bastión del Carmen, de Colonia del Sacramento, y Uamá, de Carmelo; que haya convertido una vieja estación de AFE en desuso en un moderno centro cultural; que esté devolviendo a la vida el tradicional cine Rex de Tarariras y reconvirtiendo el Real de San Carlos en un gran centro de espectáculos.
Ojalá más políticos se dieran cuenta de estas cosas. Porque algunos piensan que la promoción cultural debería quedar librada al juego de la oferta y la demanda, como si la carencia en este plano nada tuviera que ver con la proliferación de la violencia, en esta sociedad espiritualmente empobrecida. Y para otros, el Estado tiene que patrocinar la transgresión pueril, con vocación de asustaviejas. A unos y otros hay que recordarles que la verdadera política cultural es otra cosa.