El atroz redentor John A. Murrell

Luciano Alvarez

El sábado 12 de agosto de 1933 salió en Buenos Aires el primer número de la Revista Multicolor, un suplemento del diario Crítica, dirigido por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat.

En ese número se publicó el primero de los siete relatos que compondrían la "Historia universal de la infamia", que saldría como libro, en 1935. Bajo ese exagerado titulo se amparan las biografías, más o menos apócrifas, de una serie de malandrines de mediana monta, casi todos olvidados gentilmente por la historia.

Se trataba -según el propio Borges- "del irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (…) ajenas historias." El método no era original, se inspiraba directamente en "Vidas imaginarias" (1896) de Marcel Schwob, un obra donde "los protagonistas son reales, los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos," explicaría el propio Borges.

Quizás valga la pena encarar otro modesto ejercicio: remontar el camino procurando llegar a los personajes reales que originaron la "Historia universal de la infamia."

"El atroz redentor Lazarus Morell" -título del primer relato-, se llamó en realidad John A. Murrell y nació cerca de Jacksonville, Tennessee, al filo del los siglos XVIII y XIX. La fuente de Borges fue "La Vida en el Mississippi", de Mark Twain, que presenta a Murrell como un mayorista del delito. Comparados con él, otros bandidos célebres como Frank y Jesse James eran simples minoristas.

Era hijo de un honrado pastor metodista que le dio sólidos conocimientos bíblicos y le enseño su oficio de predicador, que tan útil habría de serle en el futuro. Su madre le enseño a robar.

La señora Murrell enviaba a sus hijos a robar y les aseguraba la protección ante una eventual reacción paterna.

En 1823 comenzó sus visitas a los estrados judiciales, cuando él y sus hermanos fueron multados en cincuenta dólares, por alboroto. Volvió dos años más tarde, esta vez por juego clandestino, luego por robar una yegua negra a una viuda en el Condado de Williamson. Esta última era una tarea riesgosa y un crimen grave, de modo que fue azotado y se le marcó con hierro en los dedos pulgares la sigla H T (Horse Thief), ladrón de Caballos.

Desde entonces Murrell usaría guantes para ocultar el infamante signo. También sacó una lección: era necesario mejorar la operativa y los rendimientos en función del riesgo. Fue así que se le ocurrió poner en juego la totalidad de los conocimientos proporcionados por sus padres: la Biblia y el delito. Formó un grupo de bandidos que llamó el "Clan místico."

El clan iba predicando de pueblo en pueblo. Mientras Murrell leía y comentaba la Biblia, sus cómplices desvalijaban el lugar. Borges lo cuenta así:

"Abrí al azar la Biblia, di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular."

Luego inventó otro lucrativo negocio, el que gestaría el título borgeano. "Recorrían -con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto- las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga."

En realidad ningún esclavo lograba completar el periplo. Luego de revenderlos tres o cuatro veces Murrell los mataba, puesto que "los muertos no pueden contar historias."

El negocio funcionó bien y "el clan místico" de John A. Murrell llegó a reunir unos quinientos miembros.

Quizás su único error, o al menos el definitivo, fue robarle dos negros al Reverendo John Henning, quien encomendó a Virgil A. Stewart la tarea de infiltrarse en la banda. Lo hizo con tal eficacia que se ganó la confianza del bandido, juró como miembro del clan y se le confió una lista de los miembros. Entregado por Ste-wart, John A. Murrell fue arrestado en Florencia, Alabama y recibió diez años de cárcel por "hurto de negro", un castigo considerable menor del que hubiera recibido por robar caballos en una escala similar.

Virgil A. Stewart decidió que su hazaña merecía la recompensa de un "best seller" y publicó un opúsculo para cuyo título utilizó 70 palabras:

"Una historia de la investigación, la convicción, la vida y las concepciones de John A. Murrell, el gran pirata del Oeste; al mismo tiempo que su sistema mafioso y su plan para fomentar una rebelión de negros, y un catálogo de los nombres de 445 de sus camaradas y discípulos místicos y de sus esfuerzos para destruir al Señor Virgil A. Stewart, el joven hombre que puso a descubierto sus maniobras".

El folleto se publicó en 1835 y convirtió al joven e "idealista" Stewart en el infame gratuito de esta historia, un ideólogo criminal que superó, en sus consecuencias, al propio Murrell.

Stewart no se contentó con narrar la verídica carrera asesina de Murrell, sino que la adscribió -como muchos escritores de su calaña- en un contexto mucho más ambicioso. Virgil A. Stewart urdió la existencia de una conspiración, cuyo objetivo era provocar una gigantesca insurrección de esclavos.

El folleto no fue un "best seller", pero un grupo de blancos de Madison County, Mississippi, decidió creer en la teoría conspiratoria.

Las consecuencias son clásicas. Luego de crueles interrogatorios, los esclavos confirmaban la existencia de la conspiración, que a su vez generaba nuevas represiones que no apagaban el miedo extendido a través de los demás condados de Mississippi occidental. Los forasteros y los abolicionistas blancos, también se convirtieron en sospechosos. Se sucedieron las palizas, linchamientos y en el mejor de los casos el destierro. Murieron unos cincuenta blancos y un número de negros que nadie se tomó el trabajo de calcular, principalmente negros libres.

Mientras tanto Murrell cumplió íntegramente su condena. Al salir, luego de diez años de cárcel, ya no estaba para bandolero. Sus hombres se había dispersado y casi nadie se acordaba de él.

Pasó sus últimos días en Pikeville, un pequeño pueblo de Tennessee. Se vinculó a la iglesia local y cantaba en el coro. En la prisión había aprendido el oficio de herrero, pero apenas pudo ejercerlo, la tuberculosis se lo impidió y se lo llevó el 3 de noviembre de 1844. La McMinnville Gazette de Jackson, Tennessee, publicó un breve obituario, donde se decía que antes de morir reconoció haber sido culpable de casi todo lo que se le había imputado, excepto el asesinato."

Varios días después de su entierro, dos médicos abrieron la tumba y lo decapitaron. Parece que había un premio por el cráneo de Murrell.

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