Coldplay y el escarnio público

La semana pasada, el drama de la “kiss cam” durante el concierto de Coldplay en Boston dio lugar a que, en pocas horas, miles de personas debatieran y condenaran a dos desconocidos cuya intimidad fue expuesta súbitamente. Fueran sujetos a un juicio moral global y una sentencia inmediata, con mínima información. En el mismo mundo donde, por ejemplo, el presidente de EE.UU. fue juzgado por una cantidad de delitos, (abuso sexual incluido) y sin embargo no pagó un precio significativo por sus crímenes. De hecho, fue recompensado ello.

Todos centraron su atención en la pareja, pero pocos cuestionaron si está bien que la mirada pública vaya por las gradas de un estadio -o por donde se le cante- para detenerse en quien le plazca y los empuje a besarse con la presión de una muchedumbre.

Porque a diferencia de Trump, lo que está en juego acá es que la transparencia ya no es virtud moral sino exigencia social. Nos sentimos con el mismo derecho de hablar de este caso que de la separación de Pampita con su novio, que voluntariamente expone su vida privada como parte de su negocio; o del China-Icardi-Wanda-gate, que usan la opinión pública como parte de su campo de batalla. Estos episodios, triviales en apariencia, encarnan variantes de lo que el filósofo Byung-Chul Han describe como La sociedad de la transparencia. Han sostiene que hemos pasado de una sociedad de la vigilancia externa -estilo Orwell- a una en la que, como en los dos últimos casos, nos exponemos voluntariamente, incluso deseamos ser vistos, aplaudidos o juzgados. Lo privado se vuelve espectáculo; lo íntimo, mercancía emocional.

Pero la diferencia es que en el caso del triángulo amoroso Suárez-Icardi-Wanda, el exhibicionismo del drama emocional es buscado; en el caso de Pampita, es el costo de lucrar con su visibilidad en otros ámbitos de su vida; pero en el caso del drama de Coldplay, fue impuesta. Todos aplauden y emiten juicio de una exposición -no deseada- delante de miles de personas en un lugar, circunstancias y compañía privadas.

Este fenómeno lo que lleva es a que en lugar de ser más libres, se viva con la presión de que cada acto es potencialmente viral y todo pueda ser juzgado. Y así como en este caso, hay cientos de otros donde nadie preguntó si querían ser vistos, si estaban preparados, si esa imagen contaba la historia completa, si no estaba fuera de contexto.

Este exceso de transparencia no genera mayor comprensión y empatía, sino simplificación y un carnaval de chismes y condenas, donde posiblemente canalicemos una necesidad humana de justicia: personas que, a nuestro entender, tomaron malas decisiones y que sufran las consecuencias.

Han lamenta la pérdida de “negatividad”, es decir, del silencio, del tiempo para elaborar lo que sentimos antes de compartirlo. Hoy todo debe mostrarse ya. En un estadio, en redes, en nuestras relaciones.

Ojalá este incidente, lejos de seguir condenando como dueños de la moral a la pareja de la kiss-cam, nos lleve a la reflexión de la importancia de recuperar el derecho a no estar siempre disponibles, a no compartirlo todo. Porque la verdadera intimidad, no es transparente. Es opaca, contradictoria, y justamente por eso, humana.

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