Publicidad

Qué espónsor, la muerte

Compartir esta noticia
SEGUIR
ÁLVARO AHUNCHAIN
Introduzca el texto aquí

La frase del título pertenece al inolvidable Horacio “Corto” Buscaglia y refiere a Eduardo Mateo, el más talentoso y creativo músico popular de la historia uruguaya. Un genio que no se adaptaba ni a la cultura de mercado ni a la cultura académica de su tiempo.

Para el mercado, era un compositor demasiado complejo, incapaz de producir productos digeribles y pegadizos. Para la academia, se salía totalmente de los estándares estéticos e ideológicos del llamado “canto popular”. Sin embargo, el Corto contaba en el hermoso documental Hit de Claudia Abend y Adriana Loeff, que las mismas radios que ningunearon por años la maravillosa música de Mateo, se apresuraron a difundirla después de su muerte, rociando esa reparación con todo tipo de homenajes y ditirambos.

La moraleja es bien clara: hay artistas tan rupturistas que, siendo rechazados en vida, necesitan a ese gran espónsor que es su propia muerte para ser al fin reconocidos como lo merecían.

Con Alberto Restuccia está sucediendo exactamente lo mismo.

No solo fue uno de los dramaturgos y directores teatrales más creativos del siglo XX, estrenando en Uruguay toda la obra de Eugene Ionesco (¡toda!) e incontables piezas de otros maestros del mal llamado teatro del absurdo, como Beckett, Genet y Boris Vian. No solo tiró gatos arriba de la mesa de la inercia historiográfica uruguaya con piezas propias como Salsipuedes, el exterminio de los charrúas y Asesinato de un presidente uruguayo. No solo escandalizó al Tontovideo de los 60 y 70 con versiones memorables de Hamlet de Shakespeare y Yerma de García Lorca. También fue maestro de varias generaciones de teatristas que mantienen su impronta, entre quienes tengo el alto honor de incluirme, junto a Luis Orpi, César Troncoso, María Dodera, Gustavo Escanlar, Carlos Muñoz, Gustaf y tantos otros.

Había que ver lo que eran las clases de Alberto Restuccia.

Recuerdo sus lecturas de El teatro y su doble de Antonin Artaud y de la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, que tanto veneraba. Sus charlas sobre los creadores del surrealismo. Contradictoriamente a ciertos representantes de una generación milénial que hoy descreen de las tradiciones culturales, Restuccia era un innovador que se apoyaba no solo en los surrealistas y dadaístas: también en Shakespeare, Alfred Jarry, Rimbaud, Ronald Laing, los poetas de la generación beat e incluso en un autor uruguayo realista como Florencio Sánchez.

La última etapa de su vida estuvo signada por dos factores concomitantes: la vulnerabilidad económica, con una magra pensión graciable de $ 15 mil mensuales, y un curioso camino personal de desdoblamiento de género, que vivía como la interpretación consecutiva de dos personajes intercalados, Alberto y Beti Faría, Beti Faría y Alberto, dos creaturas pansexuales que desafiaban la moralina conservadora aún hoy imperante, por más que se la enmascare con los lugares comunes de la corrección política y el lenguaje inclusivo.

Esa última quijotada de su trayecto vital, en que se propuso convertir su propio cuerpo, su propia existencia, en una ficción escénica, le valió el desprecio compasivo de muchos colegas que ahora, esponsoreado por la muerte, lo glorifican. Por eso me encantaría ver el documental que filmó Álvaro Buela hace algunos años, que tiene a este Alberto/Beti como protagonista, testimoniando en esa doble primera persona la hondura poética y filosófica de su elección vital. Otro documento interesante para conocer al Maestro es el libro Uno diferente de Gustavo Rey y Nelson Barceló, donde un Restuccia a la vuelta de todo cuenta su vida, tal vez exagerando algunos detalles, pero evidenciando siempre una búsqueda personal alejada de la pereza intelectual y los gustos de la manada.

Mirando hacia atrás, no puedo dejar de recordar sus grandes creaciones escénicas, muchas de ellas junto a su socio creativo, Luis “Bebe” Cerminara. Como La lección de Ionesco, El rumor de Boris Vian o Final de Partida de Beckett. Como la etapa del Teatro Tablas, en que Alberto da un giro de 180 grados a su propuesta estética y se reinventa como clown, en la divertida Esto es cultura, animal y su secuela rupturista y violenta, Eso es locura, anormal.

Tengo el privilegio de haber sido uno de los espectadores de las escasas funciones de aquel ritual salvaje que se tituló Artaud en Latinoamérica, donde Alberto recitaba textos del poeta francés en un desborde expresivo que corporizaba al fin su tesis de un teatro de la crueldad. Fue en plena dictadura y a la séptima función, cayó preso.

De todo lo que he leído en estos días sobre el padre de las vanguardias uruguayas, destaco un testimonio de Jorge Denevi a La Diaria. No es casual que este gran director también acompañara al Maestro como joven actor en los primeros años de Teatro Uno: “El aporte de Teatro Uno es la libertad. Verdadera libertad. Primero eran unos locos sueltos a los que nadie tomaba en serio. Después eran la vanguardia del Teatro Uruguayo. Otra vez locos sueltos. Y otra vez el Gran Teatro. Y locos sueltos de nuevo. Libertad. Lo que es el arte”.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

Álvaro Ahunchainpremium

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad