Enviados a Buenos Aires
Aquella tarde, Jaquelina caminaba por los pasillos de la Villa 21 sin imaginarse que estaba por escuchar la noticia que revolucionaría a la Iglesia. Iba escuchando radio, algo que le gustaba porque había empezado a armar una en la parroquia Caacupé junto a otros vecinos y estaba entusiasmada con el proyecto. Tenía 14 años el 13 de marzo de 2013 cuando en sus auriculares escuchó que Jorge, el Jorge de ellos, se había convertido en papa.
—Fue una locura total. Estaba hace cinco minutos acá y ahora está allá, y encima no vuelve porque no es que viene acá a buscar sus cosas, le da un besito a los conocidos y se va. No. Ya está. Se queda allá —cuenta hoy.
Jaquelina sintió una “alegría extraña”: así la recuerda. Con la noticia, asumió que no volvería a ver a Jorge, como lo llaman todos en la villa; el “padre” que nunca dejó de ir a la parroquia Virgen de los Milagros de Caacupé, aun siendo arzobispo; Jorge, el que besó los pies de cinco chicos adictos en la inauguración del Hogar de Cristo, en este mismo barrio; Jorge, el que bendijo la parroquia que hoy dirige el padre Lorenzo “Toto” de Vedia, un conocido cura villero.
Jorge. El de la señorial Catedral Metropolitana de Buenos Aires y el de tantos barrios olvidados.
Dicen que la Villa 21-24, la más grande de Buenos Aires, fue la que Francisco más recorrió. Está en el corazón del inmenso barrio de Barracas, donde viven unas 100.000 personas. La parroquia de Caacupé, donde Francisco pisó fuerte, se erige en una de las arterias de la urbe, la calle Osvaldo Cruz. Acá los taxis no entran.
Blanca y resplandeciente, con un retrato de Francisco —de Jorge— en la puerta, la parroquia invita a refugiarse del inusual calor otoñal de este viernes, el día previo al funeral del papa. Es un templo vibrante y colorido; lo solemne queda lejos.
—Históricamente, los arzobispos de Buenos Aires y la iglesia de la villa no tenían tanta cercanía. Había habido cortocircuitos en la época de la muerte del padre Mugica y en la dictadura, con la posición de la Iglesia ante esa cuestión. El Cardenal Bergoglio fue rompiendo esa distancia, se fue acercando y venía mucho a acá —explica el padre De Vedia.
Su relación con Bergoglio empezó a gestarse cuando este ya era arzobispo. Francisco se acercó mucho a los curas jóvenes, cuenta “Toto”, sobre todo cuando les aparecían la crisis vocacionales. Su escucha, su palabra y su acompañamiento lo ayudaron “muchísimo” en el camino a convertirse el referente que es hoy en el barrio. Y con los años, el trato con Bergoglio se hizo cada vez más frecuente.
El día que lo anunciaron papa, De Vedia estaba viendo la televisión en uno de los salones de profesores del colegio lindero a la parroquia. Eran una barra grande, entre alumnos, docentes y vecinos.
—De golpe vimos humo blanco. Nos quedamos sentados frente al televisor, esperando. No pudimos creer cuando nombraron a Bergoglio. Fue una explosión de emoción. Como cuando sale campeón Argentina, que la gente va al Obelisco, acá la gente vino naturalmente a la parroquia a emocionarse y abrazarse. Traían las fotos que tenían con él, de bautismos y comuniones.
Doce años después, el lunes 21 de abril de 2025, los vecinos volvieron a la parroquia como aquel día. Con tristeza, dice De Vedia, pero con la convicción y el alivio de que Francisco “está en el cielo”, que no los abandonó.
Una habitación en Flores
A siete kilómetros de la villa, en una placita del barrio de Flores, su barrio natal, se lee:
En esta plaza se reunían los niños del barrio. Aquí Jorge M. Bergoglio corría tras la pelota con sus amigos. Eran tardes de juegos, encuentros y amistad.
El eco de la niñez y la juventud de Bergoglio están en un radio de diez manzanas. Fue en Flores donde Francisco nació, creció, fue a la escuela y al liceo. Fue también donde se gestó su camino a Roma. Cuentan que un día de primavera, antes de encontrarse con su grupo de amigos para pasar la tarde, se le ocurrió pasar por la Basílica de San José de Flores a confesarse. Allí, en el confesionario, “sintió el llamado”. Tenía 17 años. Suspendió los planes con sus amigos y el resto es historia.
Ahora, ese confesionario es un altar: velas, cartas, estampitas, fotos y el escudo de San Lorenzo se acumulan alrededor.
Del templo sale una familia después de rendirle homenaje a su vecino. Florencia, de 50 años, llevó a sus padres y a sus hijos. Con alegría en la mirada, cuenta que durante el almuerzo surgió la idea de hacer “una peregrinación” por su propio barrio, algo que no habían hecho nunca. Recorrieron cada lugar que remitía al papa, con quien los padres de Florencia, de casi 90 años, solían cruzarse cuando Flores era un barrio de casas bajas. Ella, con visible orgullo, recuerda el día en que fue confirmada por Bergoglio cuando él era obispo.
Rodeada de su familia, en el barrio de toda su vida, cita un mensaje de Francisco que quiere que permanezca: que no hay una familia perfecta y que “en todas, a veces, hasta vuelan platos”, pero que “nunca hay que irse a dormir sin haber hecho las paces”.
Su padre, a un costado, hace su única intervención: “Somos humanos, y por eso él se refirió, justamente, a esa conducta que tenemos como los humanos que somos. Es una expresión que tiene una profundidad enorme. No sé si algún día mejoraremos, si cambiaremos nuestra actitud. Pero somos así. Y tenemos mucho por aprender”.
Un orgullo generalizado pero silencioso acompaña la tristeza de haber perdido a quienes muchos definen como el argentino más importante de la historia. Quienes conocieron a Bergoglio no guardan resquemores por no haberlo visto volver. “Él ya se caminó toda la Argentina”, dice una chica del Hogar de Cristo, en Barracas. Otros lo esperaron hasta el final: “Habrá tenido sus razones, pero fue un debe muy grande”, dice una fiel en la Basílica de San José.
Los vecinos de Flores cuentan que poco antes de partir a Roma, a sus 70 y pico, Bergoglio ya vislumbraba el retiro. Había reservado una habitación en la calle Carabobo, a pocas cuadras de la basílica, donde pensaba pasar lo que le quedaba de vida. La presencia de Francisco marca Buenos Aires, igual que su ausencia. Su paso firme llega incluso hasta ese rincón suyo que nunca llegó a ser.
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