JAVIER LYONNET
Eduardo Rejduch de la Mancha lleva una vida navegando. Tenía 33 años cuando zarpó del puerto del Buceo para dar la vuelta al mundo en solitario en el Charrúa, un velero de ocho metros de eslora. Pensaba que estaría de vuelta tres o cuatro años más tarde. Hoy tiene 52 años, y todavía no volvió al Buceo.
El sábado, cuando el mismo Charrúa amarre en el puertito montevideano, Rejduch habrá completado una travesía de casi 19 años. Aunque estuvo en contacto con familia y amigos durante este tiempo, ayer contó a El País que vino "de a poquito" y todavía no se anunció. Sorpresa de fin de año.
Su viaje comenzó el 20 de diciembre de 1985, a las 10 de la mañana. Puso rumbo al Este. Llevaba un amuleto de los indios tarascos de México, un emblema de Rampla Juniors, un solo juego de velas remendadas, un pan dulce y una botella de champaña que la madre le había dado para la última noche del año. Llegó a Sudáfrica, su primer destino, después de chocar con una ballena y tras haber navegado 37 días.
Azar, provocación romántica y vocación aventurera residen tras la decisión del navegante de embarcarse hacia donde lo llevara el viento. En 1981, al regreso de su primera travesía atlántica, se agrandó. "Un periodista me preguntó qué iba a hacer... y yo no le podía decir que me iba a ir para mi casa. Pensé un segundo y le dije que me iba a ir a Africa; desde ese momento empezó una cuenta regresiva", se ríe ahora.
Le vino la nostalgia frente a Gibraltar, a las puertas del Atlántico cuando resolvió poner proa al sur. Días después de la escala en las islas de Cabo Verde, "estaba feliz, disfrutando la navegación, a 300 millas de la costa, cuando empecé a sentir el olor a Uruguay que tenía archivado en la memoria, a campo, bosque y madreselvas; miré la carta de navegación y el primer puerto que encontré fue el de La Paloma". Rejduch narra con fluidez y dota de atractivo a sus relatos.
Antes de embarcarse, de saber navegar incluso, ya se había dedicado a viajar y a contar historias. En 1973 recorrió América Latina como mochilero, pasó un tiempo en México y se compró el barco recién en 1978, en Canadá. El Charrúa mide 8 metros de eslora, 2.20 de manga y 1,20 de calado. En el viaje inaugural —Canadá-Uruguay— Rejduch tuvo que aprender algo que no sabía: navegar. "El barco tiene lo elemental", describe, "soy navegante de los antiguos, con sextante, cuanto más cerca de romper el cordón umbilical mejor". Ahora, de España, volvió con un sistema GPS —localización satelital—. Tampoco es cuestión de negarse al progreso y la seguridad porque sí.
En este tiempo Rejduch afirmó su personalidad nómade. El se ve como un indio de los mares, un ciudadano de los océanos del mundo que es local en Vanuatu o en Barcelona, en Toronto y en las Maldivas, que se maneja a sus anchas en el Mar Rojo, en el de los Sargazos o en el Río de la Plata.
El libro que quiere ver publicado en Montevideo
"Todo empezó por casualidad, como si fuera un cuento. El velero estaba bajo un montón de nieve, cubierto con un toldo roto. No sé cómo repare en él; parecía abandonado. Le pinté unos ojitos (como hacían los griegos) y cuando él pestañeó le pregunté: ¿Me llevas a cruzar el Atlántico? Dos meses más tarde, desde el muelle mi madre nos miraba alejarnos".
Así fabula Eduardo Rejduch cómo conoció al Charrúa.
Su libro "Hasta donde me lleve el viento" fue publicado en España hace dos años, por la editorial Juventud. "Vendí los derechos para todo el mundo excepto para Uruguay, quiero editarlo acá", dijo, "son casi 20 años de anécdotas, historias y leyendas", explica.
Había escrito artículos titulados Cuentos del Charrúa que se publicaron en revistas náuticas de España y Argentina, Bitácora y Barcos, pero no fue la mejor experiencia.
"El director de una prestigiosa revista de viajes me dijo que mis artículos tenían humor pero eran demasiado ‘subversivos’, y que tenía que escribir para alguien que se sienta con un buen whisky frente a la estufa en su lujosa residencia, con el perro a sus pies (creo que hasta me dijo un San Bernardo). Después de que unos artículos fueran corregidos con tijera y de que sólo dejaran la descripción de un paisaje y el truco para orinar sin sacarte el pantalón del chubasquero, me di cuenta que estaba vendiendo mi alma al diablo".
Un Salgari uruguayo
Piratas en el Mar Rojo, encuentros con ballenas y caníbales, huracanes en Vanuatu y el reino de Tonga. Las aventuras de Rejduch parecen extraídas de las páginas de Emilio Salgari.
Sin embargo, sus afanes de navegante solitario fueron desafiados por Claudia, una secretaria argentina en la embajada uruguaya en Sudáfrica. Por un tiempo, ella se convirtió en compañera de vida y viaje. Rejduch la llevó a las islas Galápagos y la convirtió en la primera argentina en pisar la isla de Santa Elena, esa piedra perdida en el Atlántico conocida por haber sido la última prisión de Napoleón.