Marcello Figueredo
Conocí a C.B. (entiendan que no revele su nombre: por aquí hay mucho alcahuete del tirano, y la medicina puede hacer milagros) en su casa de Lawton, un barrio popular de La Habana, despuntando abril de 1991. Me lo presentó un fotógrafo español con el que yo había hecho buenas migas en el Hotel Colina, frente a la Universidad, y con el que supimos planear delirios periodísticos varios; entre los que figuraba, por cierto, una entrevista a Fidel Castro que jamás nos fue concedida. C.B., un ingeniero casi cuarentón al que le gustaban más los caballeros que las damas, era el cicerone habanero de mi colega, y pronto se transformó también en mi ábrete sésamo local.
Pasamos varias semanas juntos. Nos introdujo en las veladas teatrales del Hubert de Blanck y en las santerías de Guanabacoa. Nos llevó a escuchar a Carlos Varela al Karl Mark y a comer a las flamantes hamburgueserías locales, que con gran sentido del humor sus compatriotas habían bautizado como Mc. Castro. Bebimos ron a raudales en los bares del Deauville, del Riviera, del patio y del Salón Turquino del Habana Libre, que él prefería llamar Habana Free. Nos contó todas y cada una de sus penas en una mesa del Colina, mientras Rita desgranaba cursis boleros al piano: yo que fui tormenta / yo que fui tornado / yo que fui volcán / soy un volcán apagado.
Puertas adentro de su casa, donde para mi agradable sorpresa se escuchaba a Alfredo Zitarrosa, a Jaime Roos, a Charly García y a Leo Masliah (a quien consideraba un genio) C.B. criticaba abiertamente al régimen y dedicaba todo tipo de insultos a Fidel. El fotógrafo español, como buen progre europeo, conservaba una pizca de cariño por la revolución, y reprochaba al ingeniero cubano su ingratitud con un gobierno que le había costeado una carrera universitaria allende la cortina de hierro. Mira tú qué gentileza. C.B., en cambio, consideraba que su falta de libertad había amortizado con creces la generosidad del socialismo real.
Aquel año Cuba atravesaba su Segundo Período Especial, extraño eufemismo con que el régimen calificaba una nueva etapa de recortes y penurias que tenía a mal traer a su gente. El vertiginoso derrumbe de los países socialistas obligaba a los cubanos a vivir sin jabón, sin pasta de dientes y sin otros artículos que hasta entonces habían provisto los camaradas del otro lado del mundo. Un ex guerrillero salvadoreño, que posaba de estudiante en la escuela de cine de San Antonio de los Baños y dos por tres se nos unía en las rondas del Habana Libre, una noche se pasó de copas y, sin querer, resumió la situación del país con una frase redonda: "una revolución que no puede darle a su pueblo papel para que se limpie el culo, es una mierda". Bajo la bota, y en medio de tantas privaciones, la vida cotidiana de C.B. era una pesadilla, apenas aliviada por el contacto con los extranjeros de paso.
Cuando nos marchamos (yo al Uruguay de la libertad recuperada, el fotógrafo español al confort del Primer Mundo, el guerrillero salvadoreño quién sabe a qué causa) C.B., condenado a ser ciudadano de segunda en su propio país, volvió a su infierno de cada día. Casi todo lo que le gustaba (excepto ver La reina de la chatarra, que paralizaba a La Habana cada noche) debía hacerlo a escondidas. Y lo peor, no tenía forma de escapar de la cárcel en que Castro había transformado a su país. No sé qué habrá sido de su vida. Pero es bastante probable que su felicidad, como la de millones de cubanos privados de libertad, hoy esté pendiente del intestino de un dinosaurio. Suerte, compañeros.