Sobre el gasto público y el peso del Estado (I)

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

La discusión seguramente será eterna y universal, pero su intensidad no es ni atemporal ni independiente de la tradición, situación económica o cambios culturales que las sociedades van procesando.

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Lo cierto es que el peso del Estado, que a lo largo de la historia siempre ha estado en debate y se correlaciona con sucesos y épocas, es hoy uno de los temas más relevantes cuando nos enfrentamos al desarrollo de las sociedades.

A lo largo de la historia encontramos de todo pero, en mi forma de entenderla hay dos cosas muy claras: cuando los Estados se vuelven poderosos frente a sus ciudadanos, la catástrofe —tanto en derechos individuales, como económica— es inexorable. En sentido opuesto, cuando su peso es muy limitado, se generan tensiones por asimetrías, que se han vuelto mucho más visibles en las sociedades occidentales a partir de la primera revolución industrial, básicamente por la emigración desde el campo a las ciudades, donde las diferencias se ven “todas juntas, concentradas” y no diseminadas.

Una manera de medir el peso del Estado es mediante la razón gasto público a PIB, pero es una forma por demás incompleta. En efecto, sólo nos dice cuántos recursos debe extraer el Estado de su sector privado o pedir prestado a éste y al mundo para funcionar, pero nada nos informa del peso invisible que imponen las regulaciones o de la capacidad de generar riqueza potencial, más relacionada a la libertad de accionar (en parte vinculada con las regulaciones) y los derechos de propiedad, como tampoco, y en sentido contrario, de los servicios que se brindan los que, de no brindarlos el sector público, de alguna manera los privados debería hacerlos y costearlos, en ocasiones de manera más ineficiente.

El avance del Estado y los ejemplos que de ello derivan solo ratifican lo que David Hume escribía hace casi tres siglos, “la libertad jamás se pierde toda de una sola vez”. El peso estatal, concebido en sentido amplio, donde se incluyen las restricciones al accionar de los habitantes, suele ser una mochila cargada de piedras para el progreso, pero antes que nada y más importante, cercena nuestro libre albedrío y derechos fundamentales de acción, reserva e intimidad. Si se piensa en los ejemplos del siglo XX y XXI, vemos cómo las restricciones se introducen “de manera progresiva”, cada una de ellas parece marginal e insignificante, pero cuando queremos acordar, tenemos un gran digitador de nuestras vidas, cuando no regímenes dictatoriales y represores. El ejemplo más cercano lo constituye Venezuela, que empezó con Chávez con “algunas medidas” vendidas como nacionalistas y lógicas, pasó por los mediáticos shows de “aló Presidente” donde, cuál Nerón ordenaba “exprópiese” (también lo hacía recorriendo lugares), siguió con alguna prensa y terminó en una feroz dictadura y un país en la más absoluta ruina. Las catástrofes del siglo XX, nazismo, fascismos, comunismo ruso y chino, etc. tienen entre su común denominador, un Estado grande, fuerte y metido en todo.

Desde la óptica de la eficiencia económica, no caben dudas que la presencia estatal en ciertos sectores la mejoran. Ahora bien, su presencia no necesariamente conlleva a que la ejecución del servicio deba ser hecha por funcionarios públicos. El Estado puede perfectamente limitarse a diseñar mecanismos de financiamiento con incentivos correctos. Brindar educación para todos es algo no solamente socialmente justo, sino que mejora la capacidad de generación de valor de un país, pero no quiere decir que los docentes deban ser necesariamente empleados públicos. Distinto es el caso de la Justicia, al menos una parte de ella, la seguridad interna o la Defensa Nacional, donde lo lógico es la ejecución directa por el sector público.

Como todo, la acción o presencia estatal tiene límites a partir de los cuales, la expansión nadie duda que es mala y destructiva. El usual ejemplo de los países nórdicos, pero si le estudia y eliminan las opiniones panfletarias, nos debe servir para entender mejor estos temas. Naturalmente que las culturas son distintas y ello influye, pero como nosotros, pertenecen al género humano y su comportamiento frente a los estímulos que reciben no difieren. Dejo para la próxima entrega las cifras y otras reflexiones. Sólo quisiera recordar que todo gasto alguien lo paga y que, si hay un intermediario cuando no es necesario, la tarea se realiza de manera ineficiente. Hacerle creer a la gente que alguien le va a solucionar todos sus problemas y le brindará los recursos necesarios para una vida sin restricciones, no solamente es de embusteros, sino que sienta las bases del atraso y la dependencia. Ejemplos sobran y no precisamos grandes elucubraciones teóricas al respecto. Argentina, país rico en recursos si los hay, es una muestra cotidiana.

El caso recién conocido donde se refleja la estructura del Mides con ¡55 direcciones! es antológico y muestra concretamente el desquicio al que nos lleva la ideología sin racionalidad. Es más, todo ese gasto se clasifica como “social” y hasta algunos se atreverán a decir que es una inversión. En las sociedades que progresan nadie espera que el Estado le solucione sus problemas, ello lo deben hacer las personas solas, lo que sí se espera es que el Estado organice la sociedad y ciertos servicios —educación, salud, seguridad, justicia— de manera eficiente y aplique políticas que brinden estabilidad de precios y permitan la libertad de comercio e industria que posibiliten el desarrollo y crecimiento.

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