OPINIÓN
En mi columna de hace dos lunes busqué trasmitir que Uruguay puede y debe procurar que la “nueva normalidad” sea también, para el país, una “nueva oportunidad”.
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Es una nueva oportunidad de hacer lo necesario para volver a posicionarse en un sitial destacado que le permita atraer talentos e inversiones, de modo que su tasa de crecimiento de largo plazo aumente de manera sustancial desde el rango de 2,0% a 2,5% en el que nos encontramos desde mediados del siglo pasado, más allá de subibajas transitorios, generalmente debidos a shocks externos de ambos signos.
Digo nueva oportunidad porque nuestro país ya tuvo una gran oportunidad cuando estuvo, hace un siglo, entre los países de mayor ingreso per cápita en el mundo. Y, entre que se durmió en los laureles y que se empezó a hacer goles en contra, se fue precipitando en el ranking hasta ubicarse varias decenas de posiciones por debajo de entonces. No puedo evitar referir el peor de los goles en contra, el proteccionismo derivado de la política de sustitución de importaciones, que nos hizo retroceder varios casilleros y cuyas consecuencias seguimos pagando.
Según el Índice de Desarrollo Humano, Uruguay se ubicaba en 2018 en la posición 57 entre 189 países. Sin tener que ir un siglo atrás, desde 1980, países como Chile y Corea del Sur pasaron de estar por debajo nuestro a estar por encima. A otros, como Nueva Zelanda e Israel, que ya estaban por encima nuestro, casi no les hemos descontado ventaja, a pesar de ya estar ellos por entonces, en estadios muy altos de desarrollo.
La pobre performance de la economía uruguaya en las últimas décadas es la consecuencia evidente de nuestra forma de hacer las cosas “a la uruguaya”, es decir, sin prisa y con pausas largas entre impulsos modernizadores parciales y acotados, con más lucro cesante que daño emergente. Y eso, en el contexto de la “religión oficial” de los uruguayos, el social estatismo, cuyos devotos tienen mala estima del lucro privado.
Así llegamos a esta inesperada crisis sanitaria global con el agua al cuello, con menos municiones de las que hubiera sido necesario tener para enfrentarla. Y que, a poco de desarrollarse, ha dejado en evidencia la precariedad de muchas situaciones que se creían consolidadas.
Pero también llegamos a este punto con un gobierno encabezado por alguien que no es representativo del ADN descripto hace dos párrafos, que no es un devoto de nuestra religión oficial. El presidente Lacalle Pou no se cansa de usar la palabra “libertad” y en su primer proyecto de ley, la LUC, mostró que no sólo se trata de palabras. También a poco de empezar, esto nos ha traído malas noticias: en la coalición que el presidente armó y lidera, su ADN no es compartido por todos y entonces ya ha debido dejar algunas prendas del apero por el camino. Son sus propios socios, quienes le diluyen las propuestas de reforma y con ello dan elementos de júbilo a la oposición. Dime quién festeja y te diré qué tal es la decisión.
En el día después de esta pandemia, que no será una fecha sino un proceso, un transcurrir, no podrán ser los Estados quienes empujen a la economía porque ellos habrán quedado exhaustos (con altos déficits y deudas) por su esfuerzo contra la pandemia, donde su protagonismo es esencial a su naturaleza. No se puede hacer estatismo sin recursos y los Estados no los tendrán.
Pero algo sí podrán hacer por sus economías y sus sociedades: facilitar, con buenas políticas, que el motor privado haga la tarea en esa etapa. En este sentido, en el caso de nuestro país el gobierno deberá allanar el camino para el emprendimiento privado, orientado a la exportación, especialmente pero no sólo la agroindustrial.
El programa de gobierno del presidente (previo, obviamente, a la imprevista pandemia) ya preveía una agenda amplia que incluía lo que yo interpreto como los tres pilares necesarios y complementarios de políticas fundamentales.
Uno, el fortalecimiento de las políticas “reputacionales” orientadas a restablecer balances y equilibrios que hemos abandonado, en materia fiscal y de sostenibilidad de la deuda, y en materia de inflación.
Dos, el impulso y la profundización de políticas “pro crecimiento” para abandonar la etapa de lucro cesante e impulsar a la economía: inserción internacional, capital humano, relaciones laborales, desarrollo del mercado de capitales, regulación pro competencia en sectores no transables, especialmente en el ámbito de las empresas estatales. Lo que incluye reformas que también coadyuvan al fortalecimiento fiscal: seguridad social, servicio civil, regla fiscal, ajuste del Estado con reducción efectiva de su presupuesto.
Tres, la actualización y profundización de la red de protección social, que quedó en offside y dejó en evidencia carencias ante la crisis del virus. Uruguay siempre se ha caracterizado por contar con estas políticas, pero ellas deben ser dinámicas y no estáticas. Los recursos disponibles, siempre escasos, deben ser utilizados de manera focalizada y sujetos a rendición de cuentas.
Si esos tres frentes de políticas eran, antes de la crisis del virus, caminos que nuestro país debía transitar de manera urgente e imprescindible, ahora son decisivos para nuestro futuro. Y, en todo caso, antes que diluir sus dosis, éstas deberían ser aumentadas.