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Hacia un peso uruguayo de calidad: desafíos y beneficios

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Foto: El País
Fachada Banco Central del Uruguay, nd 20080929, foto Carreño, Archivo El Pais
Archivo El País

OPINIÓN

La falta de “una moneda de calidad” y la dolarización no son gratis.

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¿Qué tienen en común Nueva Zelanda, Suecia, Chile e Israel? Que después de experimentar inflaciones moderadamente altas los dos primeros e incluso de tres dígitos los dos segundos, transitaron a inflaciones bajas y estables en 2-3% durante los últimos 30 años, mejorando “la calidad” de sus monedas.
Justamente la semana pasada, el presidente del Banco Central del Uruguay Diego Labat y Gerardo Licandro, Gerente de la Asesoría Económica de dicha institución, presentaron el documento “Hacia una moneda de calidad”, con los desafíos y beneficios de ese camino.

Por qué, para qué, quién, cómo y cuándo, emergen como preguntas evidentes para su tránsito y conducción.

El porqué es bastante obvio. Más allá de ciertas fortalezas financieras, Uruguay no ha tenido una moneda de calidad en casi un siglo, justamente por la persistencia de una inflación relativamente alta en la comparación internacional. En el ranking global, Uruguay se ha mantenido en el quintil de países de mayor inflación, incluso después de descender en los últimos 30 años desde el entorno de 100% a un promedio anual de 8,6% durante las últimas dos décadas.

Como resultado, primero “la buena moneda fue desplazando a la mala”, con el dólar ganando protagonismo como medio de pago y dominando las carteras de ahorro y préstamo. Después, la inflación moderadamente alta de las últimas décadas impidió una desdolarización más rápida, pese a la introducción de la Unidad Indexada (UI).

La falta de “una moneda de calidad” y la dolarización no son gratis. Como bien concluyen Labat y Licandro, tienen costos en términos del crecimiento económico, su mayor volatilidad, algunas inestabilidades financieras, ciertos efectos negativos sobre la igualdad de ingresos, entre otros costos de la propia inflación.

¿Para qué?

Para atenuar esos costos y lograr ciertos beneficios. En particular, en un mundo de paridades muy volátiles de los principales socios comerciales, tal como ha ocurrido en los últimos 50 años tras la caída de Bretton Woods, la autonomía monetaria tiene ventajas respecto a la alternativa de una dolarización plena. Dicha supremacía es particularmente significativa en economías con ciertas inflexibilidades (a la baja) de los salarios y en el gasto público. Porque, bajo expectativas inflacionarias ancladas, la disponibilidad de una moneda propia de calidad permite desplegar plenamente la política monetaria (cambiaria) para enfrentar las oscilaciones de las paridades internacionales y otros shocks externos. Esto reduce los ajustes ineficientes en los mercados de bienes, servicios y factores productivos.

¿Quién?

La máxima responsabilidad para lograr una inflación sostenida en torno a 3% y mejorar la calidad del bien público que produce es el Banco Central.

Por supuesto que la consistencia macroeconómica es importante, pero la coherencia de políticas influye sobre todo en la credibilidad de las metas, la eficiencia de la convergencia y la potencia contracíclica de la política monetaria (cambiaria).

¿Cómo?

Simple y complejo a la vez: a través de una mejor gestión e institucionalidad monetaria.

Por un lado, Labat y Licandro desechan acertadamente la supuesta incapacidad de la política monetaria y sus canales de transmisión para anclar las expectativas inflacionarias. Para ello, recurren a la propia evidencia uruguaya de los últimos años y a las experiencias de otros países dolarizados, como Bolivia, Costa Rica, Paraguay y Perú. En Uruguay, la política monetaria fue capaz de anclar las expectativas de inflación, sólo que lo hizo 3 o 4 puntos por encima del rango meta anunciado (3-7%) y en torno a la llamada “zona de confort” de 8-10%.

Por otro lado, si bien es necesaria una institucionalidad legal que le asegure mayor autonomía (de derecho) al Banco Central, es razonable avanzar (de hecho) en buenas prácticas, tal como se hizo en el último año en términos de priorizar la inflación en metas más exigentes, recuperar credibilidad, cambiar el instrumento monetario, aumentar la transparencia, mejorar la comunicación y potenciar las rendiciones de cuentas.

Queda obviamente el gran reto de gestionar bien el conflicto de objetivos en tiempos más desafiantes y persuadir sobre la incapacidad de los bancos centrales para determinar a la larga el Tipo de Cambio Real. Y que para afectarlo (transitoriamente) en el corto plazo, se logra mejor yendo a inflación baja, estable y creíble, en una economía menos dolarizada.

¿Cuándo?

Habiendo pasado la previsible etapa fácil de la reciente desinflación y recuperada cierta credibilidad en metas más bajas, sobre todo a nivel de analistas e inversionistas, no tanto a nivel empresarial, la coyuntura actual sigue siendo propicia. La pandemia no derivó en un colapso financiero, ni fiscal, como otras crisis que Uruguay sufrió. Parece haber, por otro lado, cierto mayor consenso sobre las bondades de la inflación baja, y la consiguiente desdolarización y reconstrucción de los mercados en pesos.

Es también una oportunidad para alcanzar los acuerdos necesarios con el sistema político para transformar el objetivo de “un peso uruguayo de calidad” en política de estado. Eso exigirá buena comunicación, mucha persuasión y amplio diálogo.

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