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Nuestro mediocre crecimiento tendencial

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

Es indisoluble la relación entre las demandas por políticas públicas, que son legítimas y definen nuestro ADN, con acometer las reformas pendientes.

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En los 20 años finalizados en 1955, la economía uruguaya creció a una tasa anual de 3,2%. En los 20 siguientes, esa tasa se desplomó a apenas 1,2%. Pero en los 20 posteriores, entre 1975 y 1995, con crisis de la tablita incluida, la tasa de crecimiento se duplicó hasta el 2,4% anual. Por último, en los 20 años más recientes volvió a subir, hasta el entorno del 3% (2,7% hasta 2021, 3,4% hasta 2022, según se incluya o no el annus horribilis de 2002). A todo esto, el MEF estima en 2,1% la tasa de crecimiento tendencial del PIB, es decir la tasa a la que crece la economía más allá de las fluctuaciones propias del ciclo económico.

En cualquier caso, estamos hablando de un crecimiento mediocre “a largo plazo”, con una tasa que está algo por arriba del 2%, lo que constituye una magnitud muy baja para una economía en nuestro estadio de desarrollo, categorizada como “emergente”.

Más allá de eso, es claro que a lo largo de las últimas décadas nuestra tasa de crecimiento no permaneció inmóvil, sino que se movió al ritmo de buenas y malas decisiones propias de nuestros gobiernos. La fuerte caída en nuestra tasa de crecimiento en torno a mediados del siglo pasado no puede verse separada del “gol en contra” que implicó la política de sustitución de importaciones, de la cual hoy, como si se tratara de un museo viviente, hay un ejemplo en Argentina.

Todo lo contrario, sucedió con el desembarco de Alejandro Végh Villegas en el MEF a mediados de los ´70, que, contra el mainstream autóctono de la época, modernizó la economía, abriéndola comercial y financieramente, aggiornando su sistema tributario y como resultado de todo ello, dando un impulso histórico a las exportaciones. Es posible que las reformas de los ´90 hayan contribuido a explicar un salto adicional en el crecimiento económico observado a posteriori: la reforma portuaria, la previsional, algunas desmonopolizaciones, la reducción de la inflación a un dígito.

Es decir que nuestra propia historia nos da indicios de por dónde debemos ir para crecer con mayor velocidad.

En ese sentido, nuestra lista de asignaturas pendientes es elocuente y bien conocida: las reformas del sector público, de la seguridad social y de la enseñanza pública; la inserción internacional; las rigideces en sectores no expuestos a la competencia externa pero que afectan a ésta; la flexibilización laboral; la gobernanza de las empresas estatales.

Se trata de una lista “vieja” que la última vez que se la aligeró fue en los ´90, pero que tres décadas después se ha vuelto a engrosar con los mismos temas. En todo caso, los temas “nuevos” que se les puede incorporar vienen desde afuera: el tema ambiental y el tributario, dado que más tarde o más temprano no podremos sostener nuestros regímenes de baja tributación.
Hablando de impuestos, también se podría poner en la agenda una “mini reforma” que corrija los desvíos ocurridos a posteriori de la de 2007 y que van en contra de su filosofía (simplificación, generalización, neutralidad).

Los países, como las personas, no podemos tener siempre la misma lista de problemas, to do list, agenda de pendientes o como se le quiera llamar. Si la lista es siempre la misma es porque no hay evolución. Yo, a los 60 años, no tengo la misma agenda que tenía a los 40 o a los 20. En nuestro país, la agenda de pendientes peina canas.

La cuestión de fondo, como suele suceder, es el por qué y el para qué. ¿Por qué es muy baja una tasa de crecimiento de 2,1% anual como la que estima el MEF? ¿Para qué se necesita una tasa de crecimiento considerablemente mayor a esa, quizá más próxima al doble de esa magnitud?

Debemos partir de la base de la relación estrecha que existe entre la actividad de la economía y la recaudación de impuestos, del orden de uno a uno. En ese contexto, a mayor crecimiento económico, mayor recaudación de impuestos y viceversa.

Ahora bien, nuestra sociedad tiene, entre sus características, desde tiempo inmemorial, la condición de esperar mucho del Estado. Esto es así, más allá de que a cada quien le pueda gustar o no. Se espera que el Estado nos provea de bienes y servicios públicos de modo que las políticas públicas tengan una presencia relevante en la sociedad: salud, enseñanza, vivienda, seguridad social, políticas sociales.

Esas políticas públicas requieren de una magnitud elevada de impuestos para financiarlas. Pero no sólo es cuestión de nivel, sino también de crecimiento: por la propia dinámica de la sociedad, se requiere de un gasto público creciente para atender las demandas referidas de políticas sociales.

No tengo dudas de que parte del desfasaje inicial se debería poder compensar con mayor eficiencia estatal (por ejemplo, es incomprensible que la cantidad de funcionarios siga arriba de los 300 mil), pero tampoco las tengo en que, para poder satisfacer su evolución, debemos crecer más rápido.

Si no se crece más rápido, se dará una combinación de tres resultados: o se tiene que subir los impuestos periódicamente, o debe subir la deuda pública para financiar un mayor déficit o quedan insatisfechas muchas de las necesidades de políticas públicas. Cualquiera de esos tres caminos, que son los recorridos hasta el presente, da lugar a problemas.

Desde mi punto de vista, es indisoluble la relación entre las demandas por políticas públicas, que son legítimas y definen nuestro ADN, con acometer las reformas de la lista que vimos antes. Nuestra propia historia nos muestra el camino. Y también las de otros países, que fueron exitosos. Depende de que nuestro liderazgo dé la talla.

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