La competencia es buena cuando se entabla con transparencia, en igualdad de condiciones de contexto y con numerosos participantes que no influyan individualmente en los resultados a los que se apunta con ella.
Sobre todo en el caso al que me referiré más adelante, cuando se organiza a los mercados de bienes y de servicios para que funcionen de esa forma. Siempre, desde el punto de vista económico social, es la mejor alternativa de planteo de demanda y oferta; sensiblemente mejor que cuando la situación es de monopolio, de oligopolio o de competencia imperfecta.
No en vano, en los mejores centros de educación de Economía en el mundo, para seguir estudiando la carrera, en realidad el postgrado, se exige salvar exámenes de un par de materias básicas para los economistas y se califica como satisfactorio solamente al 50% de los estudiantes que saquen el mejor puntaje. Al restante 50%, aunque su prueba sea buena, muy buena o sobresaliente, se la considera insatisfactoria y se le da solo un par de chances más para repetirla. Esa postura que fomenta la competencia es tal porque lo que interesa es lograr a través de ella, bajo condiciones de igualdad para todos, que surjan los mejores exponentes del grupo ocasional.
Vender y comprar.
En el caso de los mercados, la competencia permite que todos, pudiendo entrar libremente a vender y comprar, salgan habiendo comprado y habiendo vendido el producto al precio relativamente más eficiente y dando una señal para que entren nuevos oferentes si genera atractivas ganancias, o para que se salgan del mercado quienes entiendan que no es comparable con otras alternativas de inversión. En ambos casos, hasta que el precio resultante sea el del verdadero equilibrio. Siempre, transitoriamente porque pueden haber deficiencias de información, o definitivamente cuando se minimiza la información asimétrica de los que intervienen —a lo que ayuda la publicidad en los medios de información, internet y la educación— la organización competitiva es la que maximiza el bienestar de los consumidores respecto a lo que lo hace una organización monopólica o una oligopólica.
Y también maximiza el bienestar general, que es el que considera además, la ganancia de los productores. El bienestar general que resulta en un mercado competitivo supera al que resulta de un mercado monopólico. Cuando el monopolio es legal —sea privado o sea estatal—, cuando no permite que haya ingreso de competidores, termina produciendo y vendiendo un volumen de producción menor al de competencia y a un precio mayor.
El monopolista privado actúa de ese modo para aumentar su ganancia, la que es superior a la que tendría si fuera un competidor más y, además, tiene una ganancia superior en muchos casos, a la de la totalidad de los productores que actuarían en ese mercado si fuera de competencia. Y si bien un mercado monopólico también puede contribuir al bienestar de algunos consumidores, los que pueden comprar el bien o servicio a un precio mayor al que regiría en el caso de la competencia, de todos modos esa contribución vía la satisfacción de los consumidores será notablemente menor a la que se lograría con los consumidores comprando a un precio más bajo y en consecuencia en mayor número.
El monopolista estatal no maximiza su ganancia, pero termina provocando un precio mayor al de competencia y vendiendo una cantidad menor porque sus costos son relativamente superiores a los que tendría el privado: clientelismo político, incapacidad de conducción por razones también políticas, corrupción y otras razones por el estilo son las causas de los mayores costos, de los mayores precios y de la menor producción que lo que resultarían esas variables en un mercado competitivo.
La discusión.
Lo anterior viene al caso por los recientes planteos oficiales sobre la necesidad de cambiar la gestión de las empresas públicas. La Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) intenta marcar una diferencia sustantiva con la de pasadas administraciones y ha elaborado un instructivo presupuestal que las empresas del Estado tendrán que seguir para brindar "un servicio público de calidad eliminando la ineficiencia, el burocratismo, la falta de ética y toda forma de parasitismo y corrupción".
Si bien este tajante y arriesgado diagnóstico, con alta probabilidad de ser correcto —si no fuese así no se habría pronunciado—, se basaría en la evidencia empírica, existen sectores corporativos que no lo comparten.
Sindicatos, trabajadores aludidos y políticos y personajes dogmáticos, opuestos a la libertad en el funcionamiento libre de los mercados y recalcitrantes partidarios de la intervención estatal en ellos, han reaccionado ante la evidencia señalada. Eluden la discusión sobre el tema y la derivan hacia otra sobre si las empresas públicas deben mantenerse estatales o privatizarse y avanzan alocadamente señalando que con esa instrucción la OPP y la conducción económica desean privatizar las empresas estatales.
No creo que la propuesta realmente apunte a la privatización de esas empresas. Pero discutir ese tema nos llevaría a otro que sería el de si, privatizadas, las empresas seguirán siendo monopólicas. Y así sucesivamente, en una interminable sucesión de discusiones que terminarían en convocatorias a la población a la que se la llenaría de argumentos en muchos casos inexactos por no decir falaces. ¿Qué hacer entonces? Simplemente quitar a las empresas públicas los monopolios que hoy les protegen de la competencia. Sirve el ejemplo de la competencia en la telefonía celular, pero no sirve que la empresa pública subsidie cruzadamente con las ganancias que le reporta la actividad que mantiene monopólicamente. Que se permita no solo competencia local sino además, con importaciones del producto final como en el caso de los combustibles dado que la inversión en refinación es una fuerte valla al ingreso de competidores.
Ejemplos de los beneficios que trae la competencia en áreas como las que se comentan, en las que el monopolio público se flexibiliza para permitirla, existen varias. Uno es el monopolio estatal que existía en la educación terciaria. Pocas carreras, extensas e innecesarias duraciones, altos costos para los estudiantes por las dificultades para ingresar más tempranamente al mercado laboral y otras cosas por el estilo, constituían un panorama universitario que ha variado considerablemente con las autorizaciones para el funcionamiento de universidades privadas. A tal punto la competencia ha provocado el cambio que hoy la educación terciaria oficial ofrece más carreras, más cortas, títulos intermedios y con menores costos de oportunidad para los estudiantes.
No se debe seguir con la eterna discusión sobre las bondades de las empresas públicas y las maldades de eventuales privadas. El verdadero camino es permitir la competencia. La población verá, al cabo de cierto lapso, un aumento considerable de su bienestar.

Jorge Caumont