COLUMNA CABEZA DE TURCO
"Los que siguen en el quiosco, allá ellos". Por Washington Abdala
Es increíble cómo nos equivocamos, cómo me equivoco, cómo pasa esto a toda hora y en todo momento. Equivocarse es parte del derrotero humano, es algo así como tener fracasos y aprender de los mismos. Y uno cree que no se va a equivocar más en la vida y dale que va, te equivocás de vuelta.
Me parece —no es por quitarme responsabilidad— que esto de equivocarme es de dogmático. Y todos somos algo dogmáticos porque nuestros credos filosóficos o religiosos nos encorsetan un poco.
Soy freudiano pero no al límite de entender que el sentir inconsciente no posee límites. Los tiene, el daño al otro, la diatriba emocional, en fin, no todo vale en la búsqueda de la felicidad. Y tuve que golpearme para entender este asunto. O sea, esos que nos dicen: “Tenés que ser como sentís”, sí, todo bien, pero si ese sentir daña al otro que te quiere bien, guambia porque no está bueno que tu libertad se transforme en una metralleta asesina. Ubicol y algo de mesura.
Jeremy Bentham concebía la idea de la felicidad como la suma de los intereses individuales creando un interés colectivo. Llegó John Stuart Mill y le moralizó la teoría, “discriminó” lo que era bueno y malo en la búsqueda de esa felicidad. Digamos que armó una paramétrica de la felicidad. No puedo ser feliz comiendo lo que plantó mi vecino, porque aunque me brinde felicidad comerme sus uvas, se las estoy robando y eso está mal. Soy feliz si las planto y me las como.
Al final los temas morales no son un asunto abstracto.
Las teorías filosóficas que se basan en el “conflicto” suelen tener agujeros negros que no son fáciles de demostrar. Es más, el presente no tiene grandes filósofos de cabecera, no vivimos tiempos donde luminarias sean faros-guía. Por algo será. Es probable que en tiempos turbulentos haya que volver a los clásicos, a las grandes religiones, al pensamiento profundo, simple, claro y humanista.
Por eso arranqué con lo moral interno, no es baladí eso que sentimos muchos.
Si alguno de ustedes hubiera podido imaginar el presente, nadie habría puesto esta pandemia en la agenda existencial de nadie. Sin embargo, aquí está, como la fiebre amarilla del cuadro de Juan Manuel Blanes, que nos parecía -de niños- algo casi espectral.
Bien, ahora estamos en medio de un campo de batalla. Todos los días el reporte de los casos es similar al de un parte de guerra. Lo oímos con la misma atención como cuando se sorteaban los que irían a Vietnam por letra y año del apellido. Se sabía que quien iba podía no volver.
A lo que voy es a que nos equivocamos en los enojos y en ciertas peleas diminutas cuando lo grande nos convoca. Y sí, es muy tentadora la polémica y el juego retórico, pero es mucho más importante hacer el esfuerzo por la coincidencia y sumar con los que no pensamos igual en aras de un objetivo común: la salud de la comunidad.
Sin “salud” todo lo demás es lo de menos y no vale. Es como cuando un hijo era chiquito y había hecho una macana y uno advertía que el pibe estaba con fiebre. Penitencia y fiebre no van de la mano. La fiebre mata a la penitencia.
En lo colectivo es igual, no valen todos los debates. Es más, hoy el único debate que ambienta mil debates es el de la salud de la comunidad aunque nos duela y fatigue.
Y sí, todos aprendemos por estas horas. Los obsesivos leemos y estudiamos todo lo que anda por allí. Y procuramos captar un poco de sabiduría. Y de tanto leer, ver y oír gente que estudió mucho, uno se orienta en medio del nerviosismo colectivo. Y así se puede navegar mejor en la sociedad, dando una mano. Y los que siguen en el quiosco que sigan, allá ellos.
Algún amigo dudaba de darse la vacuna. Hay que insistirle, darle confianza y hacerle ver que ese riesgo compromete seriamente su vida y la de todos.
Por eso, lo del principio: no nos equivoquemos como colectivo, sumemos todos al esfuerzo de la inmunidad de nuestro rebaño y luego sigamos con el pique y las divergencias. Pero primero es lo primero.